Oriente, tan lejano
Nunca un presidente norteamericano se había planteado la conveniencia de jugar tantas simultáneas en un ajedrez geopolítico mundial. En ese frente, al que Barack Obama quiere aplicar la terapia del nuevo comienzo, se agolpan la provocación norcoreana, la inmutable guerra de Palestina, y los Irak difunto, Irán nuclear, insurgencia afgana, Pakistán talibanizado, China y Rusia más que conocidos pero menos que amigos, Cuba embargada, Chávez afónico, y Brasil, opositor a gigante. Pero por mucho que pretenda avanzar en todos los sectores, tendrá que optar porque hay urgencias. El día 18, Obama recibió al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, la semana pasada a Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina, y mañana pronunciará en El Cairo el discurso que se anticipa como su Ich bin ein Berliner para el mundo islámico. Sobre ese fulcrum pivota el resto de conflictos.
Obama domina las dos Cámaras, pero en el Senado el 'lobby' israelí constituye un tercer partido, y no el menor
El mandatario ha alzado la voz para advertir a Israel de forma mucho más convincente que su antecesor que está incurriendo en su disgusto, y cuando afirma que la única receta de paz para Oriente Próximo pasa por el establecimiento de dos Estados, Jerusalén sabe que no le está guiñando un ojo para que no se lo tome en serio, como ocurría con George W. Bush. El problema es que la persuasión amistosa o soft power difícilmente puede bastar ante tan consumados artistas como son los gobernantes israelíes. EE UU ha propuesto confidencialmente a Israel que se retire de los territorios ocupados a cambio del reconocimiento de toda la Liga Árabe, un acuerdo formal que garantice la seguridad del país, ayuda económica y militar corregida y aumentada, y el despliegue de una fuerza internacional que atenace como cordón sanitario el Estado palestino. Y Jerusalén representa hoy el último acto de una pieza -tragicomedia cruenta- que consiste en reconocer un día lo que durante años había tachado de anatema, para vaciar entonces de contenido lo que acababa de admitir.
Cuando Israel ha aceptado -sólo verbalmente- la congelación de los asentamientos, siempre ha añadido que debía seguir atendiendo a su "crecimiento natural", lo que le permitía continuar inflando de inmigrantes los territorios, y con ello expandir naturalmente las colonias; así es como suscribía en 2001 la hoja de ruta de George Mitchell -que repite con Obama- pero adjuntando un centenar de notas al pie que hacían inoperantes las obligaciones contraídas. Y eso se lo tragaba sin rechistar el ex secretario de Estado Colin Powell, que era el liberal del Gobierno republicano. Con el mantra de los dos Estados pasaba lo mismo. Hasta Bush pudo asumir su creación, porque sabía que para cualquier Gobierno israelí, Estado era barracón de feria.
Netanyahu nunca ha sucumbido al encantamiento de los dos Estados, pero cuando crea que ya haya perdido tiempo suficiente podrá aceptar, como gran concesión, la fórmula con idénticas restricciones mentales que sus antecesores. Vuelta a la primera casilla. Y el último valladar contemporáneo consiste en que para que Israel negocie con los palestinos éstos deben suscribir el carácter judío del Estado; algo virtualmente imposible, porque sería como reconocer que no tienen derecho a la tierra de la que millón y pico de ellos son ciudadanos, además de que podrían convertirse en reos de expulsión, como propugna el ministro de Exteriores, Avigdor Liebermann, que emigró a Israel de la república soviética de Moldavia, hace 30 años.
Obama debe empezar por Oriente Próximo porque este conflicto antecede y condiciona sus restantes problemas asiáticos. La propuesta de Washington es triangular: Israel se retira; Irán permite la supervisión de su industria nuclear; y los palestinos forman su Estado integrando, aunque quizá no explícitamente, a Hamás en el reconocimiento del Estado sionista. Eso significaría un paso decisivo en las relaciones de EE UU con Irán, donde habrá elecciones que se esperan cruciales el día 12; el Gobierno de mayoría chií en Bagdad podría manejarse con mayor libertad en sus afectuosas relaciones con Teherán; y hasta la alianza entre talibanes y Al Qaeda en Afganistán y Pakistán perdería un poderoso argumento contra Occidente.
La cuestión es si el presidente puede pasar de las palabras a los hechos. Domina las dos Cámaras, pero como se ha visto con el cierre de Guantánamo, matizadamente, y en el Senado, el lobby israelí constituye un tercer partido, y no el menor. Washington tiene resortes para mover a Israel a realismo, pero es dudoso que los congresistas respalden una política independiente para el conflicto, tras décadas de confundir sus intereses con los de Jerusalén. Por eso, Oriente Próximo sigue tan lejano.
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