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Análisis:Ola de cambio en el mundo árabe | Revuelta popular en el Magreb
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Mohamed VI en la hora del cambio

Tienen razón los manifestantes de ayer en Rabat y Casablanca: su país necesita más democracia. Marruecos no es tan opresivo como el Túnez de Zin el Abidine Ben Ali, la Libia de Moamar Gadafi o la Siria de Bachar Asad, pero puede y debe ofrecer a sus habitantes más libertades y derechos, esto es, debe verlos y tratarlos de una vez por todas como ciudadanos y no como súbditos. Mohamed VI inició su reinado con alentadores síntomas de apertura política, pero este impulso se agotó pronto, como si el rey hubiera decidido confiar su porvenir a un puñado de tecnócratas formados en escuelas de negocios ultracapitalistas. Muy peligroso. Ahora que el viento de la revolución democrática sopla en el mundo árabe, parece llegada la hora de que Mohamed VI vuelva a hacer política y, por supuesto, en sentido reformista.

Un sistema democrático y de protección social daría estabilidad a la relación bilateral con España
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Entre los pueblos del norte de África y Oriente Próximo, Marruecos es, ciertamente, un caso aún más especial. Nunca perteneció al imperio otomano, constituyó un reino independiente en el extremo occidental de la umma, cuyo titular aunaba, y aúna, el poder político y el religioso. Hoy conserva mucho de lo mejor de su patrimonio y tradiciones, y la agricultura, con su población menos ilustrada y más servil, tiene allí un gran peso. Pero al Marruecos contemporáneo no le faltan cosas en común con Túnez y Egipto: una juventud mayoritaria y de vitalismo frustrado, un sistema que está lejos de ser aceptablemente democrático, una corrupción que gangrena la esfera pública, un poder que trata a la gente de modo humillante y un reparto escandalosamente desigual de la riqueza.

¿Qué puede hacer España? Por razones de vecindad e historia, Marruecos concentra seculares sentimientos de morofobia e islamofobia de buena parte de la opinión pública española, agravados en las últimas décadas por la emocionalidad con que se vive aquí el contencioso saharaui. No obstante, José Luis Rodríguez Zapatero hizo bien al reconciliarse con el vecino del sur tras el belicoso período de José María Aznar: sostener una buena relación con Marruecos es un interés estratégico nacional. Ahora bien, ¿con qué Marruecos? El que, sin duda, garantizaría más estabilidad y prosperidad a la relación bilateral sería uno democrático y con un sistema de protección social que amortiguara los desequilibrios sociales, un Estado de derecho descentralizado que hiciera verosímil la oferta de autonomía para el Sáhara Occidental. En definitiva, el Marruecos de "libertad, dignidad y justicia" que reclamaban ayer los manifestantes de Rabat y Casablanca.

Satisfechos con la lucha conjunta contra el yihadismo y la inmigración ilegal y con la desdramatización de las querellas territoriales, Zapatero y sus ministros de Exteriores no parecen haberle insistido demasiado a Mohamed VI para que caminara sin pausa por el camino de las reformas políticas.

La susceptibilidad enfermiza de las autoridades marroquíes es notoria, pero desde la amistad cabía, y cabe, decirles algunas cosas. Por ejemplo, que nadie, ni tan siquiera los manifestantes de ayer, está pidiendo una ruptura en Marruecos, sino una transición a la española. Que la mejor garantía de supervivencia de los alauíes es su conversión en monarcas constitucionales. Y que el momento para empezar a hacerlo es ahora.

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