"Hay un joven muerto y queremos justicia"
En el recinto de la Universidad Politécnica, uno de los puntos más violentos de Atenas, resisten día y noche decenas de jóvenes, en su mayoría estudiantes de muy distinta adscripción pero con idéntico propósito: poner contra las cuerdas al poder, al que acusan de "practicar terrorismo de Estado".
Un grupo de barbudos amanecía ayer junto a las rejas de entrada tras una noche de duros enfrentamientos con los antidisturbios. "No somos estudiantes, somos anarquistas y okupas. Y además, ¿qué más da? Sólo somos atenienses. ¿Los destrozos? Los hemos hecho entre todos. Hay un joven muerto y queremos justicia", declaraba el improvisado portavoz del grupo, voluntariamente anónimo.
Las fuerzas del orden acababan de abandonar el lugar y los gases lacrimógenos aún quemaban los ojos. A media tarde, poco antes de que la Politécnica se convirtiera de nuevo en zona de guerra, otro grupo de ocupantes accedía a contar sus motivos por tratarse de un periódico extranjero. "Aquí los periodistas están con el Gobierno, con el poder, así que no te pasees por ahí haciendo preguntas ni tomando notas", aconseja un joven profesor de matemáticas que también declina identificarse.
"Estamos hartos del deterioro de nuestra vida", dice un matemático
En el interior del recinto, corros de veinteañeros se afanan en múltiples tareas mientras arden fogatas de campamento. Para no estar organizados, no faltan los comunicados de prensa, sujetos con piedras -como las que arrojan a la policía-, en una mesita instalada en la entrada.
La fisonomía de los manifestantes muda igual que la luz del día. Por la mañana se acercan a la Politécnica adolescentes con mochilas y coletas. A todas horas hay estudiantes vestidos con vaqueros, cazadoras y jerséis.
Pero al atardecer se divisan los primeros pasamontañas. También prendas de punto para cubrir el cuello y la cara, capuchas o kufias (pañuelos palestinos) a modo de embozos: son el atavío de los antisistema. O de los hooligans locales. Como en el movimiento antiglobalización que irrumpió en Seattle o Génova, en Grecia hay estos días una horquilla muy amplia de sensibilidades a la hora de manifestarse.
"Queremos decirle al Gobierno que no podemos vivir. Yo cobro 800 euros al mes y pago 200 de alquiler en un piso compartido, pero hay compañeros que no ganan los 500. Detrás de esto no hay nadie concreto, sólo un movimiento de 15.000 personas -entre estudiantes, licenciados y profesores- hartas del deterioro de sus vidas. No podemos vivir", insiste el joven matemático, tan distinto, hasta en el blanco de los ojos, de los barbudos okupas de la mañana.
"Políticamente hay de todo aquí adentro, desde anarquistas a comunistas o socialistas. Este recinto fue un símbolo de la resistencia contra la dictadura militar, mis padres se encerraron aquí. Hoy hago yo lo mismo", concluye el matemático, no sin invitar a participar en las declaraciones a un grupo de estudiantes contiguo.
"El asesinato de Alexis fue sólo la gota que colmó el vaso, pero ya había movilizaciones previas. El movimiento social de descontento se exacerbó además al conocer la inyección económica por valor de cientos de millones de euros al sistema financiero para evitar la crisis", explica un muchacho que estudia Económicas.
Los presentes reconocen que si unas siglas consiguen patrimonializar la protesta, ésta dejará de pertenecerles y, probablemente, perderá fuelle. En la despedida -minutos antes de que, por cuarta noche consecutiva, los cócteles molotov se mezclaran con los botes de humo-, el grupo de estudiantes anima a visitar otras sedes de la "resistencia", como la Facultad de Derecho. Pero es en la Politécnica, en el corazón del barrio de Exarjia -el mismo donde murió el sábado Alexis-, donde la desesperanza reviste más facetas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.