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Columna
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Grecia somos todos

Lluís Bassets

Grecia está en el origen, pero no es el problema. Sólo el eslabón más débil, que se ofrece espontáneamente a la tempestad de los mercados para romper la cadena. El siguiente eslabón ni siquiera debiera ser España. Antes se hallan Portugal e incluso Irlanda. Pero éstos son demasiado pequeños. La tempestad quiere bocados mayores, para sacudir y romper la cadena entera. La cadena es el euro, la presa a abatir ahora. Pero el problema, la causa de la atmósfera de cataclismo de estos días, no son ni el fraude estadístico de los griegos, ni la impávida frialdad de los alemanes, ni la ceguera española ante la crisis. Todas estas actitudes irresponsables son cooperadores necesarios, pero no causantes de la crisis. El origen está en Europa y en el empeño cada vez más extendido entre los europeos de rechazar el único remedio que podría resolver sus males actuales y futuros, como es la creación de una unión política que proporcione los recursos presupuestarios, las políticas fiscales y la cohesión social y territorial que exige una moneda única.

Los europeos, sin querer darnos cuenta, cada vez nos parecemos más a los norteamericanos

El periodista norteamericano Jacob Weisberg, director del periódico digital Slate, ha seguido estos días por encargo del diario británico The Guardian una jornada electoral de los tres candidatos británicos. El ejercicio de observación, según aclara su autor, es muy limitado para el ciudadano de un país al que le interesan muy poco las elecciones en Reino Unido, a pesar de la relación especial entre Washington y Londres siempre evocada desde esta última capital. Además, según confiesa alguien que vivió en Reino Unido en los tiempos de Thatcher, "el margen de diferencias entre las políticas propuestas por los tres partidos es sorprendentemente estrecho". No es ciertamente así como ven las cosas los británicos ni mucho menos los europeos. Pero está claro que la mirada lejana y extrañada del primo americano puede echar alguna luz novedosa sobre un enfrentamiento electoral tan previsible en ese eje horizontal entre derecha e izquierda con que todos los europeos leemos lo que va a suceder hoy en el Reino Unido.

El candidato conservador, David Cameron, ha recentrado a su partido y lo ha abierto a cuestiones como el cambio climático, los derechos de los homosexuales, la mejora del sistema público de salud, o incluso "el reconocimiento del valor del Gobierno y la necesidad de los impuestos". Según Weisberg, exactamente en la dirección opuesta a la evolución del partido republicano norteamericano, lanzado en brazos de una extrema derecha libertaria e insurreccional frente al Gobierno federal. A pesar de lo que diga Weisberg, el envite de Cameron sigue ensartado en un tridente populista, formado por el recorte de impuestos, la limitación de la inmigración y el rechazo contundente y visceral de Europa.

A la mirada norteamericana se le escapan algunas diferencias de dimensión. Tanto la victoria de Cameron hoy, sin el matiz de los liberal demócratas, como un castigo a Angela Merkel el domingo en las elecciones de Renania-Westfalia por la crisis griega, tienen algo del rechazo del Gobierno federal por parte de los ruidosos republicanos del Tea Party. Poco pueden hacer por sí solos los gobiernos europeos, incluido el británico, ante el cambio de dimensiones que ha sufrido la economía global y los estragos que está produciendo una crisis que en su origen fue financiera. Cameron representa la posición extrema de todo un abanico de posiciones crecientemente euroescépticas, en las que se incluye la antaño europeísta Alemania, que más crecen cuanto más perentorio es contar con un gobierno europeo que se enfrente a las dificultades de las cuentas públicas y del euro.

Dos iniciativas emprendidas este año, con la aplicación del Tratado de Lisboa, son deberes pendientes en propiedad desde el Tratado de Maastricht, hace casi 20 años. Una es la llamada Estrategia 2020, repetición de los deberes fallidos de la Estrategia de Lisboa para 2010, que agrupa los planes para convertir a la economía europea en competitiva, crear puestos de trabajo de nuevo y situarla en cabeza del crecimiento mundial. La otra es la puesta en marcha del Servicio Exterior Europeo, que convertirá a la UE en la mayor potencia diplomática del mundo, al menos en recursos humanos. En el momento en que se diseñó el euro, los entonces 12 socios rechazaron la idea de avanzar en gobierno económico y en política exterior, y apostaron a fondo, en cambio, por ir ampliando la Unión sin apenas profundización política. A pesar de los pequeños avances realizados en los tratados de Amsterdam y Niza, ahora llegamos a la aplicación de Lisboa con un tratado de retraso, aquel retraso que recibía el castigo de la historia, según palabras de Mijail Gorbachov a Erich Hoenecker en 1989 poco antes de la caída del Muro y del comunismo.

Nosotros, los europeos, sin querer darnos cuenta, cada vez nos parecemos más a los norteamericanos. Abominamos de la única medicina que nos puede curar: impuestos, inmigración y gobierno europeo. Y por eso tenemos también nuestro Tea Party, los reflejos de nuestras viejas naciones, inútiles para resolver los problemas de hoy pero en insurrección y celosas de la todavía posible única nación del mañana.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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