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Columna
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Algo va muy mal en Israel

Lluís Bassets

La fábrica de las noticias funciona ahora de otra forma. Al menos en Oriente Próximo. De pronto, los árabes se han convertido en protagonistas de una historia distinta; los israelíes, en cambio, siguen siendo los protagonistas de la historia de siempre. De un lado, irreconocibles revueltas contra el despotismo, en abierto mentís de los tópicos sobre la pasividad y el fatalismo árabes, que pueden llegar hasta el sacrificio personal. De la otra, en la tierra disputada entre el Jordán y Mediterráneo, las mismas escenas de odio y de sangre entre vecinos que hemos conocido en los últimos 70 años. Si para unos es una avería, una anormalidad inquietante; para otros, es señal esperanzada de una nueva época.

Los árabes son los protagonistas de una nueva historia; los israelíes, de la de siempre

Se desplaza el eje del planeta, pero no solo hacia oriente. Israel, el país acostumbrado a ser el omfalos u ombligo del mundo, queda ahora oculto en este mar de novedades revolucionarias. Hasta el punto de que ni siquiera ocupa un lugar secundario en la movilización árabe, después de haber sido la diana de todo el odio. Las nuevas generaciones están emancipándose de una hipoteca que les impedía designar sus propios adversarios. En algún momento, más pronto que tarde, también a Israel le alcanzarán las réplicas del terremoto que sacude a todas las sociedades árabes. Será difícil que la isla democrática sionista, que ha resistido armada hasta los dientes en un océano de dictaduras, pueda subsistir imperturbable en un futuro en el que los árabes se descubren ciudadanos y libres.

De momento, quienes redoblan sus apuestas por mantener el lamentable estado de las cosas son las fuerzas más reaccionarias que juegan en este tablero: de un lado, el Irán de los ayatolás, que quiere aprovechar la inestabilidad árabe para avanzar sus peones y asentar su hegemonía regional frente a Israel; de la otra, los partidarios de seguir estrechando el cinturón de hierro, para mantener la superioridad militar y económica de Israel en toda la región y sujetar a los palestinos en el encierro de sus bantustanes inviables. Todo juega en direcciones contrapuestas: mientras las transiciones políticas árabes tienden a moderar posiciones, en los territorios israelíes y palestinos la vieja polarización se tensa y agudiza.

En el último año se ha reanudado la construcción de colonias en territorio palestino. El terrorismo antiisraelí ha golpeado con furia a una extensa familia de colonos en Cisjordania. Desde Gaza llegan otra vez cohetes de escasa eficacia pero clara y malévola intencionalidad. Regresan también los bombardeos contra militantes palestinos en la franja. En las mesas de los estados mayores militares se despliegan otra vez los mapas de la zona controlada por Hamas ante la eventualidad de un próximo ataque. Nada se mueve en el capítulo suspendido y fracasado de las conversaciones de paz, hasta el punto de que los palestinos han cerrado su oficina negociadora. Cae segado por las balas sectarias un célebre actor de doble identidad judía y palestina en Yenín. La trágica e interminable historia de siempre.

Y a todo esto, que se desengañe quien pretenda mantener posiciones matizadas, y quiera expresar su amor a Israel y a la vez defender los derechos de los palestinos, la legalidad internacional y el sueño de la paz. Si se opone al gobierno de Israel se arriesga a oponerse a Israel mismo; al sionismo, por supuesto, pero también a la identidad judía, hasta convertirse en antisemita. Así ha sucedido con J Street, un lobby estadounidense que se define como pro israelí y pro paz, partidario de los dos Estados viviendo en paz y seguridad. Lo mismo le ha pasado al juez judío surafricano Richard Goldstone, presidente de la comisión que investigó la operación Plomo Fundido y autor del informe que lleva su nombre: ha tenido que rectificar públicamente las conclusiones alcanzadas por el equipo de juristas internacionales ante la irresistible presión personal a que ha sido sometido, incluido el acoso de piquetes.

La tensión no disminuirá, al contrario. El Estado palestino puede convertirse en una realidad si es reconocido por la Asamblea General de Naciones Unidas. A diferencia del Consejo de Seguridad, Washington no tiene allí el derecho de veto con el que impedir cualquier votación perjudicial para su aliado estratégico. Por ello el gobierno israelí está dando también la batalla diplomática, en la que acaba de apuntarse un tanto, al revertir, al menos parcialmente, los efectos demoledores del informe Goldstone. Después de la rectificación, los responsables de la operación Plomo Fundido podrán al menos viajar por el mundo sin temor a encontrarse con un mandato de detención internacional. Poca cosa ante lo que se prepara: Ehud Barack, el ministro de Defensa, ha anunciado un tsunami político y diplomático para septiembre, cuando pegará de lleno la réplica del terremoto árabe durante la cita anual de Naciones Unidas en Nueva York, la ciudad donde al final se juega siempre el destino de Israel como nación reconocida por las otras naciones.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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