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Columna
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199 años de independencia

Las fechas no acaban de cuadrar porque Iberoamérica sólo obtuvo la independencia tras la victoria militar sobre las tropas realistas; y aunque una mayoría de países alcanzó la soberanía entre 1816 y 1824, algunos centroamericanos y la República Dominicana tardaron algo más; Cuba no se liberó hasta 1902; y Puerto Rico ni siquiera hoy es independiente. Pero la gran mayoría de América Latina va a celebrar el bicentenario de la independencia en los años 2009 y 2010, porque en algún momento del bienio y en cada uno de esos países hubo una proclamación que si bien reconocía al monarca español como soberano -Fernando VII, entonces expulsado del trono por Napoleón- ha sido construida retrospectivamente como declaración de independencia.

Es preciso tratar de entenderse con las voces más radicales del continente iberoamericano

Durante esos 199 años, haciendo el mismo redondeo, de vida soberana las relaciones del mundo hispanófono con la ex metrópoli han pasado por tres fases. La primera, que duró hasta mediado el siglo XIX, se caracterizaba por la negativa española a reconocer lo inevitable; por el predominio en América de élites gobernantes antiespañolas, inspiradas en la Ilustración francesa, que culminaría con la intervención española en la guerra del Pacífico y la breve presencia de un contingente mandado por Prim en la correría mexicana de Napoleón III. La segunda está presidida por un mayor realismo del Gobierno español y tiene su epicentro en la conmemoración del IV Centenario de la empresa colombina en 1892, alta en retórica y pompa de baratillo, que no deja, sin embargo, de subrayar alguna reconciliación con las oligarquías que explotan el continente. La coda de esta fase pueden ser las cuatro décadas del franquismo que, en su aislamiento inicial, ve en América Latina un campo de juego y una cooperación entre regímenes, la mayoría en defecto de democracia. Y la tercera es la de la democracia española recobrada desde fin de los setenta.

América Latina ya está empezando entonces a no ser la de siempre. En la celebración del V Centenario en 1992, a pesar del maquillaje operado con la sustitución de Descubrimiento por el más cauteloso Encuentro, más de uno se enteró de que no todo el mundo tenía la mejor opinión de España allende los mares. Esa misma fecha fue ocasión para que se efectuaran concentraciones, asambleas, se crearan o se dieran a conocer coordinadoras, grupos que aspiraban al poder con una singular coincidencia: la movilización aún incipiente del indígena.

La América de habla española, cuyo prototipo gobernante y también sujeto cultural había sido el criollo, en su gran mayoría de ascendencia española, tenía que contar con nuevos actores políticos que comenzaban a desperezar el músculo de su demografía. Este movimiento tectónico, todavía a comienzos del siglo XXI se halla muy lejos de haber alcanzado su maduración. Los presidentes Evo Morales en Bolivia, Hugo Chávez en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, que ya fue presidente en los años ochenta y se ignoraba entonces que fuera tan bolivariano, representan la punta de lanza de lo que amenaza con convertirse, en su mandato o en el de sus sucesores, en algún tipo de revancha etnicista, al margen incluso de cuáles puedan ser las mejores intenciones de esos precursores.

Esa tercera fase, que había comenzado con el engolosinamiento de gran parte del criollato con la transición política española y la capacidad de interlocución europea de España -lo que irritaba sobremanera a las diplomacias francesa e italiana-, se halla en la víspera de los fastos del bicentenario en un momento crucial para la política exterior española. Y no se trata sólo de asociarse a todas las celebraciones de independencia, jaleando a Bolívar y olvidándose de Bobes, sino que es preciso tratar de entenderse con las voces más radicales del continente. Pocos días antes de la reciente cumbre de Santiago, en la que Chávez hizo su agosto mostrándose ante el mundo latinoamericano como parte injuriada por el Rey de España, la secretaria de Estado para Iberoamérica, Trinidad Jiménez, visitaba Caracas con el propósito, fácil de adivinar, de inspirarle sólo sentimientos positivos al presidente venezolano. Ésas son las dificultades para el desarrollo de esa política.

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El presidente francés François Mitterrand le dijo en una ocasión al novelista franco-español Michel del Castillo con acento de imperio crepuscular: "¡Ah, si nosotros tuviéramos América Latina!". España, por supuesto, no tiene América Latina. Pero aquello que, para beneficio de sus pueblos, Iberoamérica le permita representar a España ante el mundo, cueste lo que cueste, hay que preservarlo. Ésa es la gran política exterior de cualquier Gobierno de Madrid.

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