Entre la verdad y la sombra
La experiencia abisal es una colecta de 36 breves ensayos de José Ángel Valente, escritos a partir de 1978 y dispuestos ahora en orden cronológico, muchos de los cuales se publicaron por vez primera en suplementos literarios, como reseñas de libros o reflexiones sobre los autores que conforman su mundo intelectual: entre otros varios, María Zambrano, Paul Celan, Edmond Jàbes, Luis Cernuda, Miguel de Molinos y san Juan de la Cruz. La fuerte congruencia de estos escritos, vertebrados por un pensamiento que, más que encauzarse en las palabras, se crea en ellas, convierte lo que podría ser un atadijo de artículos unidos por convención editorial en un libro unitario: en rigor, una prolongación sin solución de continuidad de La piedra y el centro (1983), donde ya estaba constituido el universo de Valente.
LA EXPERIENCIA ABISAL
José Ángel Valente
Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg.
Barcelona, 2004
240 páginas. 19,80 euros
En la fenomenología de Valente, el exilio es el modo supremo de habitar el reino, la memoria el tabernáculo donde tiene lugar la resurrección, y la nada el término al que se llega tras recorrer un iter perfectionis como sistema de retracción, cuya biblia sería una suerte de libro de las preguntas jabesiano tendente a deshacer la grosura de las evidencias y a recular desde el verbalismo hasta el silencio. En este sistema, la cultura occidental representa el lugar del "pensamiento escindido" -materia contra espíritu, cuerpo contra alma, masculino contra femenino- inscrito en un "burdo criterio dualista".
Ese mismo dualismo habría permitido la manipulación de la cultura por parte del poder y la gestación de una rígida disposición jerárquica que humilla, encarcela, destierra o aniquila a quienes se le oponen. Dentro del Occidente europeo, la cultura española, tan constreñida por las cadenas del poder, hace de España el espacio de la ortodoxia escayolada y de la "sensibilidad paquidérmica", lo que acaba provocando el divorcio entre poesía y pensamiento, "una carencia grave y persistente de nuestra modernidad".
Es difícil rebatir el aserto,
aunque el autor no se ocupa aquí de figuras cuyo análisis obligaría a matizarlo, como Bécquer. En todo caso, la maquinaria oficial confiere especial relieve a quienes no se sometieron a la "recta opinión" (orto-doxia), de espaldas a las playas de Ítaca donde crece la domesticidad. Ése es el sentido moral de Cernuda frente a otros autores del 27, "profesionales del conformismo, del miedo o del halago", según Valente. Claro que el exilio de Cernuda, que compartió con otros miembros de su generación, es sólo una circunstancia que el poeta terminó convirtiendo en un destino.
Contra la cultura oficial de la presencia,
Valente propugna un nadismo personificado en Molinos o en el "Santo de las Nadas". Pero la cruzada nihilista, que supone conducir a san Juan de la Cruz hasta un yermo espiritual ayuno de significado, contradice la sustancia activa de su experiencia mística, grávida e impregnada de simiente, sin que a ello obste la efectiva apropiación doctrinal que la jerarquía católica hizo del fraile, con la pretensión de integrarlo en el modelo escolástico cuando ya había sido irreversiblemente canonizado in corde por el pueblo. De esa misma cruzada se deriva la elección del desierto como símbolo, y la correlativa impugnación del horror vacui, pues éste sustituye la ausencia por el mercadillo barroco, cuya enjundia habría obturado la sensibilidad del lector español, "indiferente", escribe Valente, "ante una presunta palabra poética que por su radical insustancialidad lo desconcierte".
Concordancias y discrepancias al margen, Valente es un agudo pensador que debe ser leído sin el empujón de quienes, movidos por la admiración, a veces deponen el juicio y actúan como ostiarios que custodian las puertas del templo donde se imparte la papilla doctrinal, pese a que Valente se dijera enemigo de cualquier liturgia. En esa desnudez, el escritor oscila entre el discurso lógico y el mítico -no me atrevo a decir místico-, enhebrando un modo de decir que tiene escasa tradición en nuestra lengua y que, a su propio juicio, concierne más al lenguaje de la filosofía que a la filosofía del lenguaje. Frente a la ostentación de lo gárrulo y lo aparente, hay en estos ensayos una decidida vocación de repliegue a la mandorla, centro en cuya umbría se recoge una verdad desgrasada y precaria. "Dice verdad quien dice sombra": son palabras de Celan que conducen a los adentros no de la boscosa espesura sanjuanista, sino de la sequedad purgativa a que convida este libro a un tiempo discutible y ejemplar.
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