El miedo del artificiero ante la bomba
Ninguna de las películas que han buceado en la guerra de Irak han tenido éxito en Estados Unidos ni en ninguna otra parte, algo lamentable en el caso de la durísima y emotiva En el valle de Elah. Esa barbarie tampoco causa ya especial revuelo en las noticias cotidianas, que las bombas de los talibanes o de las legiones del imperio envíen al otro barrio un día sí y el otro también a un montón de gente que andaba por allí nos parece normal. Es un horror rutinario y que nos pilla lejos, del que ya se ocupan las asépticas estadísticas.
La directora Kathryn Bigelow, especializada ancestralmente en cine de acción con aroma inequívocamente masculino, se adentra en esa temática maldecida por la taquilla con The hurt locker y el resultado es una película tensa y áspera, que te contagia la adrenalina que emborracha a sus personajes. Son soldados de élite del Ejército estadounidense que tienen una compleja relación con el miedo, artificieros con la escalofriante misión de desactivar las infinitas bombas y trampas letales, que son el método habitual de los iraquíes insumisos para cargarse a sus invasores, a paisanos de otra etnia o religión, al orden nativo que ha tomado el poder, a dios y al diablo, al que se le ponga por delante. Esos militares saben que les vigilan mil ojos, que el detonador de la muerte lo puede accionar cualquier transeúnte joven o viejo y de apariencia inocente. En consecuencia, primero disparan y después preguntan, saben que su enemigo es abstracto, que lo del combate cuerpo a cuerpo con un rival identificable ya no pertenece a ese mundo, que si los nervios o la imprecisión les traicionan al cortar los cables del monstruo éste va a devorarlos a ellos y a todo lo que les rodea.
'The hurt locker' es un filme áspero, que te contagia la adrenalina
Bigelow no hace discursos morales sobre la legitimidad de la guerra de Irak
El muermo ha engordado con una inexplicable película argelina
Kathryn Bigelow no hace discursos morales sobre la legitimidad o la sinrazón de esa guerra, no juzga en términos de buenos y malos. Se limita a plasmar admirablemente un ambiente infernal, a pintar la angustia, la determinación, el acojone, la profesionalidad, el irracional desprecio al peligro, la incertidumbre, la ferocidad, el enloquecimiento o el instinto de supervivencia de gente que convive permanentemente con la sangre y con la muerte, que la padecen y la provocan.
Lo que cuenta rebosa veracidad, suspense de primera clase, terror. Y cuando acaba esta película que prescinde de ofrecer soluciones bendices tu suerte por no vivir en Bagdad o por no tener la vocación, el patriotismo o la necesidad de buscarte la vida para calzarte un uniforme e ir a machacar Irak en el supuesto nombre de esos conceptos tan enfáticos y resbaladizos de la defensa de la libertad y de la democracia.
Junto a la película de Guillermo Arriaga, The hurt locker es la única que me ha hecho reconocer las sensaciones aparejadas al buen cine en esta torturante Mostra. A cambio, el muermo ha seguido engordando con una inexplicable e interminable película argelina, con gélidos y nipones dibujos animados sobre aviadores, con astronautas rusos, cuyo espeso discurso me provoca el mismo efecto que si fueran ovejas caucasianas, con una dadaísta, homosexual y ridícula adaptación del fascinante y sombrío universo del escritor Juan Carlos Onetti, que lleva el sello del temible productor Paulo Branco y que ha sido perpetrada por el esotérico director Werner Schroeter, aquel señor pesadísimo al que los ilustrados necios de los años setenta proclamaban como uno de los genios del nuevo cine alemán. Y te preguntas que a quién puede interesar este inenarrable celuloide. Y te respondes que a sus autores y a sus incondicionales familias. También a Marco Müller, director de la Mostra. Y admites como legítimo que ellos lo disfruten, pero que nos impongan obligatoriamente su visión a los demás es un impune ejercicio de sadismo.
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