¡Qué grande eres, Pixar!
Leo Ferré, aquel poeta tan desesperado y terrenal, afirmaba en una de sus imperecederas canciones: "Mis recuerdos más hermosos no son de este planeta". Imagino que casi todos los niños de mi generación sin desórdenes psíquicos podrían certificar que algunos de los recuerdos más entrañables y maravillosos de su infancia habitan en el planeta de los dibujos animados, que ese género está umbilicalmente asociado a su amor por el cine.
No es mi caso. Mi fascinación por la sala oscura no la crea la deslumbrante imaginería de Walt Disney, sino seres humanos que viven aventuras en rudimentario tecnicolor. Los únicos personajes animados que me han dejado poso duradero son la terrorífica secuestradora de dálmatas Cruella de Vil y el atroz desconsuelo de Bambi ante el asesinato de su madre. Ningún jolgorio, ningún héroe provisional o duradero, nulo embeleso. El problema, por supuesto, es mío. No de la prodigiosa imaginación visual y las toneladas de psicología infantil que forzosamente debía de poseer la industria de la animación para haber credo tanta adicción y ensoñación infatil hacia sus triunfadores productos, hacia un género que jamás ha sufrido crisis al disponer ancestralmente de un público tan masivo como fiel llamado niños. También obsesivo e incansable con sus amores, capaz de ver y escuchar sin sombra de desfallecimiento un centenar de veces la misma película aunque se sepan de memoria diálogos, situaciones y personajes.
Excelente y sombría, 'Los mundos de Coraline' también es cine de animación
Ninguna temática está proscrita en la edad de oro de los dibujos animados
De adulto, he disfrutado mucho llevando a críos a las películas de dibujos, observando su embeleso y su identificación emocional con lo que mostraba la pantalla, escuchando posteriormente su reinterpretación y su narración de lo que han visto. Pero, casi siempre, mi aburrimiento era absoluto ante lo que a ellos les entusiasmaba, ante fórmulas tan previsibles como repetitivas, ante un universo vocacionalmente almibarado.
La vida te da sorpresas, certificaba el agonizante matón de esquina Pedro Navaja. Estoy de acuerdo. Nunca imaginé que el mejor cine actual iba a tener formato y naturaleza de serie de televisión, que el talento y la creatividad más deslumbrantes iban a concentrarse al servicio de la pequeña pantalla, que una modélica productora llamada HBO saciaría el paladar de la cinefilia pura y dura en un medio al que ésta siempre había despreciado con series tan apasionantes como Los Soprano, The wire, Deadwood, Roma y A dos metros bajo tierra.
Tampoco podía sospechar que iba a esperar cualquier estreno de cine de animación que venga firmado por Pixar (sin desdeñar a su sólida competidora Dreamworks y al identificable, lírico y primoroso mundo del japonés Hayao Miyazaki) con idéntica ilusión que la última obra de los pocos maestros que le quedan al cine sobre seres de carne y hueso.
Ya no necesitas el pretexto de acompañar a los niños para que te invada la hipnosis, la risa y la admiración ante la imaginación, el encanto y la gracia que desprenden historias de juguetes, sociedades anónimas de monstruos, coches milagrosos, familias de superhéroes en paro, ratas que logran prodigios en la gastronomía de los humanos, amores definitivos entre robots que se han sentido muy solos. El cine tendría que hacerle un monumento a un artista llamado John Lasseter, cerebro y alma de Pixar, responsable del largo esplendor en la hierba que está viviendo un género que parecía agotado. Up, la última y maravillosa entrega de Pixar, inauguró el pasado Festival de Cannes. Después de 12 días en los que se supone que está concentrado el más selecto cine de autor, confieso, con riesgo de que me internen en el frenopático, que ese anciano deprimido y ese niño desamparado que vuelan hacia el anhelado y peligroso país de Nunca Jamás fueron lo más memorable, estético, emocionante y gozoso que me ocurrió en esa saturación de cine pretendidamente importante que simboliza Cannes.
La excelente y sombría Los mundos de Coraline también es cine de animación. No lleva la huella de Pixar, sino del inconfundible y desasosegante mundo de Henry Selick, el hombre que dirigió Pesadilla antes de Navidad, asociada injustamente al nombre mucho más vendible de Tim Burton. Da un poco de miedo la aventura de esa niña que cruza el espejo creyendo encontrar el paraíso en dragones sin ojos y convenientemente disfrazados de bondad. Ninguna temática está proscrita en la edad de oro de los dibujos animados. La única exigencia es que posean arte. Parece ser que los niños también han bendecido lo que nos enamora a los mayores. Todos queremos a Wall-E y a Eva.
Babelia
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