Una flor en invierno
Las figuras maternales, comprensivas y dolientes, son una constante en la tradición del melodrama coreano y en su correlato televisivo: esos culebrones que algunos connaisseurs occidentales han elevado a objeto de culto. No es, por tanto, casual que dos recientes películas coreanas hayan usado el arquetipo para deconstruirlo, reconstruirlo y, en el proceso, revelar fracturas, zonas de ambigüedad. En Mother (2009), la última película -incomprensiblemente inédita en nuestro país- de Bong Jon-Hoo, director de las celebradas The host (2006) y Memories of murder (2003), Kim Hye-Ja, una actriz encasillada en el arquetipo, alteraba las inercias de la tradición al mutar casi en versión filoalmodovariana de Miss Marple y, después, en madre oscura, en el seno de una trama que, en cierto sentido, venía a ser la de Poesía por otros medios. En la película de Lee Chang-dong -que fue ministro de Cultura de Corea del Sur de 2003 a 2004: sí, no vamos a entrar en odiosas comparaciones-, Yoon Jeong-hee encarna a una abuela -es decir, una megamadre- enfrentada a la idea inasumible de que su nieto participó en una violación colectiva (que espoleó el posterior suicidio de la víctima), mientras el alzhéimer avanza y un curso de poesía le exige saber contemplar la belleza del mundo.
POESÍA
Dirección: Lee Chang-dong.
Intérpretes: Yoon Jeong-hee, Lee David, Kim Hira, Ahn Nae-sang, Park Myeong-sin.
Género: drama. Corea del Sur, 2010.
Duración: 139 minutos.
Mija, el personaje interpretado por la veterana actriz, es una de esas señoras con aspecto de flor prensada entre las páginas de un libro: un invierno que se empeña en parecer una primavera suspendida. La película asume el desafío de contar un doble proceso: la vuelta a la vida de esa flor muerta y la conquista de un sentido cuando esa flor, por decirlo de algún modo, encuentra su lugar en el mundo en algo parecido a esa elipsis con la que James Whale contó la muerte de una niña -unas flores sobre el agua- en una de las imágenes más perturbadoras e inolvidables de El doctor Frankenstein.
Lee Chang-dong arrastra el sambenito de ser el paradigma coreano del director-guionista: alguien más preocupado por completar el puzle que por transustanciarlo en forma. Es un reproche infundado. Chang-dong está lejos de ser un director exhibicionista, porque prefiere ser algo mucho más difícil: un director preciso, que calcula su puesta en escena para que la tormenta de la tragedia se anuncie en segundo plano -la secuencia de la salida del hospital- y que siembra su película de ecos y recurrencias que, al llegar al desenlace, confirman que no sobra ni uno solo de los 139 minutos que componen el metraje.
Si hubiera que buscarle un pariente japonés a Chang-dong, uno tendería a pensar en Mikio Naruse. Si hubiese que buscarle un pariente occidental, sería Douglas Sirk.
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