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Columna
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El actor es la voz... y otras cosas

Carlos Boyero

Cuando estoy de paso en ciudades pequeñas mantengo el vicio de buscar en el periódico la programación de sus cines. Resulta inencontrable, o, simplemente, ya no existen cines. También te miran como si fueras un marciano cuando preguntas si hay alguna sala que exhiba las películas en versión original. Si ya no hay público para el cine doblado, es surrealista imaginar que sea rentable programar un cine en el que se oyen las auténticas voces de sus intérpretes mientras que unos molestos letreros traducen al castellano lo que estos dicen. Al parecer es normal que el gran público sienta alergia ante esa forma de ver el cine, que les resulte incompatible seguir lo que ocurre en la pantalla con leer su traducción.

Trato de imaginarme a José Isbert doblado al ruso. Siento escalofríos
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La versión original languidece

Confieso que esa labor al principio exige cierto esfuerzo, pero creía que a estas alturas cualquier persona que ame el cine sabía que merece la pena, que solo puedes valorar el trabajo de actores y actrices si escuchas sus voces, que incluso los doblajes más cuidados siempre sonarán a impostura, que cualquier guionista que se respete a sí mismo puede alucinar comprobando cómo han desfigurado sus palabras y sus diálogos al adaptarlos a otro idioma.

Me informan de datos tan aciagos como que solo uno entre cien espectadores elige la versión original en este país. Y quieres creer que cualquier tiempo pasado fue mejor en ese aspecto. La memoria te hace retroceder a 1967, cuando las películas recibían una calificación moral (la cinefilia adolescente podía imaginar mil métodos para colarse en las que recibían un 3R o un 4, equivalentes a mayores con reparos y gravemente peligrosas, presunta droga dura, billetes al infierno), la onanista censura obedecía frecuentemente a razones dadaístas, se podía crear un incesto para evitar un adulterio (Mogambo), escuchabas con los ojos vendados una voz y una entonación determinadas y las identificabas inmediatamente con la inconfundible personalidad de John Wayne, Bette Davis, Cary Grant, James Stewart, Humphrey Bogart, Katharine Hepburn, Kirk Douglas, Ava Gardner, Orson Welles, Marlon Brando, Paul Newman, Robert Mitchum, Jack Lemmon, Henry Fonda... gente así.

En ese año inolvidable algún espíritu lúcido y generoso logró introducir en España la versión original. También ese concepto tan melifluo del cine de arte y ensayo. No puedo imaginarme a ninguno de los grandes directores de la historia del cine planteándose hacer películas de arte y ensayo. ¿Qué es eso, para qué sirve, cómo se degusta y se digiere? Recuerdo de aquel tiempo iniciático la voz de Bogarde en El sirviente, la de Emmanuelle Riva en la insoportable Hiroshima, mon amour, la de la maravillosa Anna Magnani en Roma, ciudad abierta. En algunos casos, costaba acostumbrarse a la auténtica voz de personajes míticos, pero en cualquier caso, era la suya. En la mayoría, crecía la admiración hacia su arte.

Aunque te hubieras enamorado del cine cuando te lo ofrecían doblado, sentías que te habían estafado, que solo podías juzgar las interpretaciones en versión original. Exagero, con las películas horrendas, da igual. Pienso en la voz, la dicción, el genial farfulleo de José Isbert, uno de los mejores actores que ha dado el cine español. Trato de imaginármelo doblado al ruso, al chino, a cualquier idioma. Y siento escalofríos. Ningún espectador foráneo podría entender su grandeza.

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