Retrato de familia sin catástrofe
El plano -preciso, clarísimo en su calculada ambigüedad- que cierra este tercer largo de Agustí Vila quizá active en algunos espectadores el recuerdo de esa amarguísima, poscómica comida familiar que cerraba la brutal Happiness, de Todd Solondz. En realidad, la memoria cinéfila debería ir un poco más lejos: concretamente, hasta la figura de Luis Buñuel; sin duda, el Padre Fundador de una sensibilidad que recorre la historia del medio, reivindicando el transgresor poder de la imaginación, el activo ejercicio de una libertad creativa incondicional y la capacidad de iluminar lo visible con lo invisible (el inconsciente, el sueño, la fantasía, la irracionalidad). Es Buñuel -y, en concreto, uno de sus clásicos más resonantes, El ángel exterminador- lo que permite entender el vínculo entre las películas de Solondz y Vila. También es Buñuel -otro Buñuel, el del díptico integrado por El discreto encanto de la burguesía y El fantasma de la libertad, y el de Ese oscuro objeto del deseo- el que ampara, como argumento de autoridad, que alguien como Abbas Kiarostami pueda dar, sin visibles aspavientos, el salto mortal que segmenta su Copia certificada como quien recorre un solo jardín, cuyos senderos se bifurcan, eso sí, en dirección a realidades alternativas. Esa sensibilidad buñueliana, que introdujo en el ámbito cinematográfico esa corriente de insumisión que pasa de Sade al conde de Lautréamont para desembocar en el surrealismo y multiplicarse en sus diversas herencias, parece haber sido identificada como lenguaje idóneo para dar forma a un malestar estrictamente contemporáneo en dos películas tan recientes -tan cercanas y tan distintas- como la griega Canino, de Giorgos Lanthimos, y La mosquitera, una de las mayores sorpresas de la cosecha española del año.
LA MOSQUITERA
Dirección: Agustí Vila.
Intérpretes: Emma Suárez, Eduard Fernández, Martina García, Álex Batllori, Marcos Franz.
Género: tragicomedia. España, 2010. Duración: 95 minutos.
Es inevitable, pero no necesariamente justo, intentar aportar una idea de lo que es la película de Vila a través de sus relaciones de parentesco. No es justo, porque quizá en esta comedia negra -o ya poscomedia- sobre las microtrincheras que cada uno se construye para capear la conjugación presente del Apocalipsis, lo primordial es la afirmación de una voz propia por parte de un cineasta de claves esquivas. Si en Un banco en el parque Vila había mezclado lo rohmeriano con lo schulziano (de Charles M. Schulz, padre de Snoopy) y en 3055 Jean Leon había puesto las estrategias del documental al servicio del desciframiento de un enigma, aquí explora un camino donde los ecos de Buñuel se mezclan con el recuerdo de cierto cine de autor español -el Saura de Cría cuervos- y establece lazos más o menos indirectos con la narrativa de Quim Monzó -el cuento El meu germà podría ser un primo cercano- y con los ritmos y (algunos) tonos del teatro de Lluïsa Cunillé. El resultado es tan afortunado como insólito.
Vila ha definido muy bien su película como "una comedia sobre la imposibilidad de la tragedia". En esa contradicción se asienta este retrato de familia patológica, donde cada encuadre y cada localización -del laberinto de espejos al túnel de lavado- suman espesor a la disección de las derivas de un colectivo sentido de culpa que no sabe detectar su origen. Y, sí, Emma Suárez vuelve por la más grande de las puertas: la del riesgo.
Babelia
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