Rebeldía baja en calorías
Los hitos no se planean, los hitos simplemente surgen. Como una confluencia de astros, como una convergencia de actitudes, como una aglomeración de intereses, como una puñetera casualidad. Lo que podría haber sido una tragedia de proporciones bíblicas, un suicidio empresarial por el rotundo fracaso económico, una muestra más de que la lucha de clases forma parte de toda época histórica, acabó consagrándose como una triple jornada de música y paz.
Woodstock, año 1969. Estados Unidos se desangra en Vietnam y un grupo de jovencísimos promotores de conciertos, amparados por la chequera de varios patrocinadores, se inventa un macrofestival en medio de la nada. Medio millón de personas acude a la llamada de Jimmy Hendrix, The Who, Janis Joplin y compañía. Por un malentendido, se corre la voz de que el concierto es gratis y, como no se pueden poner puertas al campo, la venta de entradas se convierte en un coladero; los lugareños enemigos del evento aprovechan para sacar dinero de la invasión; se cortan las carreteras, pero a nadie parece importarle; llueve en agosto, el lugar se pone impracticable, pero se aprovecha el barrizal como parque acuático; hornadas de jóvenes alimentados de alcohol y LSD se comportan exquisitamente. Lo dicho, un hito. Ante tamaña conjunción de improbabilidades, Ang Lee, director de Destino: Woodstock, ha optado por la farsa para contar la preparación del evento y la fiesta posterior. Se da cuerda a la extravagancia, aunque se mantiene una cuota de credibilidad. En principio, nada que objetar, si no fuera porque las grandes farsas no suelen ser tan ingenuas.
DESTINO: WOODSTOCK
Dirección: Ang Lee. Intérpretes: Demetri Martin, Imelda Staunton, Henry Goodman, Liev Schreiber. Género: comedia. EE UU, 2009. Duración: 120 minutos.
Todo es tan feliz, tan amable, que parece un curso para niños sobre el festival
En su nuevo trabajo, el director de Brokeback Mountain decide darse un paseo por la historia para quedarse en la superficie. Destino: Woodstock es algo así como el reverso lánguido de La tormenta de hielo, aquella película de 1997 en la que el propio Lee diseccionaba a la generación de, precisamente, Woodstock. Aquí el sexo se reduce a un beso entre hombres coreado por la plebe (?), a un par de caricias y a unas cuantas elipsis. Aquí la ración lisérgica se limita a un ataque de risa por unas magdalenas de marihuana y a una (preciosa) visión onírica causada por un tripi. Todo es tan feliz, tan amable, tan flácido, que parece un curso para niños sobre el Festival de Woodstock.
Mientras, en la forma, Lee apuesta por el homenaje. Su película es tan deudora de Woodstock, el documental que Michael Wadleigh realizó in situ, durante los días del festival, que se calcan las particiones de pantalla y hasta la aparición, de soslayo, de un par de monjas. Con la diferencia de que las polivisiones de Wadleigh aportaban verdaderos dobles sentidos a las secuencias; las de Lee, a veces, parecen mero capricho. Eso sí, el público que no conozca demasiado la historia del festival ni haya disfrutado la película de Wadleigh, puede ver la cinta de Lee con cierta simpatía. En cambio, los avanzados en el tema la tomarán como lo que resultó ser el Festival de Woodstock de 1994: un remedo imposible de algo irrepetible.
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