Los Coen vuelcan su arte en el 'western'
Los jurados de los festivales más importantes, esa gente con potestad para decidir con su lúcido juicio o con sus caprichosos gustos lo más valioso entre el cine que compite, acostumbran a poseer un currículo tan extenso como prestigioso, su nombre resulta familiar a los profesionales de la información cinematográfica, la persona que lo preside es alguien cuyo trabajo supone desde hace tiempo un referente en la historia del cine. Sorprendentemente, de los siete nombres que componen el jurado de esta Berlinale el único que me suena es el de Isabella Rossellini, actriz bastante aceptable y frecuentemente solicitada por el cine de autor, aunque sus méritos artísticos quedan muy lejos de los que lograron sus ilustres progenitores. Exagero, también me resulta cercano, más por sus trágicas circunstancias personales que por el impacto emocional que me hayan causado sus películas, el director iraní Jafar Panahi, pero su puesto está vacío, aunque el festival mantenga una silla simbólica. No ha podido venir porque ha sido condenado a seis años de cárcel en su país. No por delitos comunes, sino por algo tan subversivo como hacer películas que no gustan a los talibanes que dirigen el Gobierno, por protestar contra el estado de las cosas, porque su pensamiento disienta de lo establecido. Hacer cine que no esté de acuerdo con la moral oficial, algo presuntamente inocuo, puede destrozarte tu vida y tu carrera si tienes la desgracia de vivir en un Estado fundamentalista.
¿Dónde están las películas de los Oscar, que venían antes a Berlín?
Mi desconocimiento de casi todo el jurado aumenta hasta peligrosos niveles de mosqueo cuando constato al hojear el catálogo que me ocurre lo mismo con casi todos los directores de las películas que figuran en la sección oficial. Deduzco que los programadores han visto anticipadamente el material que van a exhibir. Sería maravilloso que su privilegiada intuición hubiera descubierto de la noche a la mañana a un montón de directores anónimos y apasionantes del cine coreano, turco, albanés, húngaro, austriaco, iraní, ucranio, sin que los profanos tuviéramos noticias de ellos, que cada día de esta Berlinale constituyera una impagable sorpresa, que nos descubrieran a infinidad de talentos ocultos existentes en cinematografías que los prejuicios, las convenciones y la ceguera de algunos seguimos considerando exóticas.
¿Y el cine estadounidense, esas películas tan previsibles y rutinarias, seleccionadas para el Oscar, que normalmente visitaban antes la Berlinale? Pues que no han querido venir, que ya no utilizan este festival como plataforma de lanzamiento en Europa, que pasan ampliamente del tema. Y ante esa ausencia y la desmesurada proliferación de genios que hasta ahora solo conocían en su casa, algunos agoreros con causa tenemos ganas de salir corriendo de aquí, suplicamos a un dios inexistente que nos proporcione fuerza y paciencia para afrontar sin desmayo los futuros manjares.
Pero el arranque de la Berlinale es tan espectacular como engañoso, con la sensación de que han ofrecido un vino inmejorable al principio y que a partir de ahí todo será garrafón. Los hermanos Coen han decidido presentar a su última criatura en la inauguración de la sección oficial. Y esta es muy hermosa, aunque se trate de un remake. El de Valor de ley, un western que dirigió Henry Hathaway en 1969 y que sirvió entre otras cosas para que recibiera un Oscar mezquinamente retrasado el inmenso John Wayne, ese actor tan natural e impresionante al que menospreciaba la miopía progresista. Yo tenía buen recuerdo de aquella volcánica relación entre una cría tenaz e inquietantemente segura de lo que quiere y el borracho y lenguaraz cazarrecompensas al que esta ha contratado para que detenga o mate al asesino de su padre, pero la nueva versión que han realizado los Coen me parece todavía mejor, insuperable.
Los antiguos y traviesos experimentadores siguen siendo desa-sosegantes, pero su estilo narrativo, su retrato de personajes, situaciones y sentimientos está ya mucho más cerca del clasicismo que de la vanguardia. Valor de ley posee aliento épico, dureza, humor (no confundir con esperpento) y complejidad. El camino que recorren esa niña precozmente adulta, obsesiva y pragmática y el pistolero convencido de que las 23 personas que se ha cargado a lo largo de su vida tuvieron la muerte que merecían, desprende vitalismo, melancolía, protección mutua de dos personas que se sienten muy solas, una de ellas sobrada de experiencia y cansancio, y la otra tan joven como decidida, con un inaplazable sentido de la justicia y de la venganza. Tampoco tienen desperdicio los pintorescos personajes con los que se cruzan, incluido un villano atípico. Nada está dejado al azar en este western que desprende el aroma de los grandes modelos. La acción se funde admirablemente con el intimismo, los diálogos son precisos y sabrosos, la atmósfera es veraz, los sentimientos son intensos pero no están subrayados. Es la primera vez que los Coen abordan este género, pero da la sensación de que lo llevan frecuentando mucho tiempo, de que conocen sus mejores claves. Hay química en la relación de Jeff Bridges, ese señor al que siempre apetece ver y oír y la sorprendente, adusta y enérgica niña Hailee Steinfeld.
Es muy raro que el cine actual se ocupe del western, un género agotado y sin tirón para el público, según los criterios ejecutivos de ese Hollywood enamorado de los efectos especiales, las tres dimensiones y la banalidad ruidosa. Es una suerte que la personalidad y el talento de los Coen hayan decidido ocuparse de este género en aparente defunción, que logren tanto arte en algo que ya no está de moda pero que mantiene intactas sus posibilidades expresivas para hacer gran cine.
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