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Columna
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La fiesta fingida

Enric González

Leo que cada año desaparecen 400 bicicletas del Bicing barcelonés. En realidad, no desaparecen. Casi siempre acaban apareciendo, en Santander, en el fondo del mar o en cualquier otro sitio de difícil localización. Y por lo visto, sólo funcionan correctamente tres de cada 10 de las que permanecen controladas y presuntamente utilizables. Lo dice un estudio del Real Automóvil Club; aunque no parece muy lógico que una institución automovilística analice las cosas del ciclismo urbano, los resultados del informe concuerdan con la experiencia del usuario: el Bicing barcelonés padece problemas graves.

Aquí, por supuesto, tenemos experiencia en soluciones. Basta con imponer un límite de velocidad: si un coche no puede rebasar los 80 kilómetros por hora en autopista y en determinadas condiciones ha de circular a 40, podríamos consensuar para las bicicletas un límite de cinco por hora. Es difícil cargarse una bici a esa velocidad, y estoy casi seguro de que es imposible llevársela pedaleando hasta Santander. Siempre habrá quien la esconda en el maletero del coche, pero eso ya es problema de Joan Saura.

A vueltas con el 'modelo Barcelona': decadencia y conformismo; tras el escaparate no hay nada

Como millones de antepasados y de contemporáneos, creo que Barcelona no tiene muy claro qué quiere ser cuando sea mayor. O sea, el asunto del modelo. Por ejemplo, tendemos a engañarnos con el turismo. Si vienen tantos visitantes y Barcelona está tan de moda, será que Barcelona es una ciudad magnífica, ¿no? Pues según. Las Vegas siempre ha tenido muchos visitantes y siempre ha estado de moda, pero no conozco a nadie que quiera vivir allí. Barcelona se ha convertido en un gran destino turístico, y eso comporta sus problemas.

Somos un destino barato y liberal. Somos una ciudad en la que se puede beber, fumar canutos y hacer gansadas, tres actividades a las que en principio no me opongo.

No tengo nada en contra de la gente que orina en la calle o, como detectaba ayer la fina pituitaria de mi amigo Fancelli, en las famosas Ramblas; de hecho, creo que el gran poeta Rafael Alberti no dejó sin mear ni una sola esquina romana, y en Roma se recuerda hoy a Alberti con una gran ternura. Ocurre que vivo en una calle remota, sin atractivo turístico y con un sentido de lo liberal que suscribiría cualquier convergente. Tal vez no diría lo mismo, ni de las micciones ni de Alberti, si viviera en el corazón de Barcelona. Da igual: el caso es que somos un destino barato y liberal, y eso ya tiene mal arreglo.

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Barcelona siempre ha sido más bien canalla, reconozcámoslo. El tema no es de ahora. La ciudad de los setenta, que tanto se añora por su tolerancia, no era esencialmente distinta a la de hoy. Ahora se superponen, sin embargo, nuevos fenómenos: los sentimientos de modernidad aséptica y de "patrimonio" urbano estimulados entre la élite (recuerden que en Barcelona manda una pequeña élite hereditaria) por el fenómeno de la transformación olímpica; la duda identitaria y la pasividad comunes a cualquier catalán contemporáneo; el turismo de bajo coste (antes limitado a la Sexta Flota), y la desaparición de alternativas económicas.

Barcelona apenas dispone ya de industria, cuenta con un sector financiero raquítico (no me atrevo a ofender a La Caixa considerándola una simple entidad financiera) y sólo en otras ramas del sector de servicios se defiende pasablemente. Es una ciudad que a la fuerza se agarra al turismo, y a la continua rutina de fiesta fingida que ello implica.

No sé si somos conscientes de nuestra decadencia. Probablemente sí, y el conformismo general certifica el fenómeno. No sé si somos conscientes de que tras el escaparate no hay nada. No sé si somos conscientes de que algunos distritos, como Ciutat Vella, son una olla a presión: cuando estalle, si estalla, y yo apostaría a que sí, porque con un desempleo real cercano al 50% no hay quien resista mucho tiempo, el olor a orina y los problemas del Bicing carecerán de la menor importancia. Claro que tampoco tuvo importancia lo del Carmelo, o lo del gran apagón. Ésa es nuestra suerte: al final, nos da lo mismo.

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