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Columna
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Nunca más

Josep Ramoneda

El sueño de una compañía aérea de bandera catalana ha terminado como el rosario de la aurora. Poco más de dos años habrá durado la aventura, presentada en su día como un ejemplo de alianza entre los poderes públicos y la sociedad civil. El resultado final es un despilfarro de millones, en gran parte dinero de todos, que nunca más volverán y que no han servido precisamente para mejorar la imagen del país. La sensación de ridículo es proporcional al envoltorio de proclamas patrióticas que adornó el experimento. No es extraño que cierta prensa de Madrid se regodee con este episodio: se lo han puesto muy fácil. Sin embargo, no está muy bien situada España para dar lecciones. Los negocios patrióticos no son una exclusiva catalana, la piel de toro está llena de desastres de este género.

En Cataluña hay gente rica, pero pocos capitalistas. Es fácil correr riesgos si el dinero lo expone el sector público

¿Por qué fracasan los negocios patrióticos? En primer y principal lugar, porque generan una espiral del silencio que neutraliza el ejercicio de la razón crítica. Desde el momento en que se presentó como una gran operación de país, cualquier voz discrepante quedaba automáticamente silenciada. Se la acusaba de defender intereses espurios, de antipatriótica o de estar al servicio de otra compañía. No había espacio para el análisis frío de la operación y de sus posibilidades. La bandera iba por delante y nadie osó salirse de la procesión.

En segundo lugar, porque las alianzas entre el poder político y el dinero siempre caminan por sendas peligrosas. La razón patriótica funciona como coartada para que los inversores privados estén en el cortejo, pero con el peso del riesgo cayendo sobre el sector público. Así ha sido, con los resultados catastróficos que hoy están a la vista. La falta de rigor con que se afrontó la operación es apabullante: los hechos demuestran que en ningún momento la aventura tuvo la más mínima probabilidad de ser viable.

En fin, a estos carros se suben a menudo personas con más vanidad y ambición que orgullo. El principal gestor de la compañía la entendió siempre como un trampolín hacia otros horizontes. La filtración, antes del cierre de la compañía, de sus negociaciones para asegurarse un cargo directivo bien remunerado en el Manchester City es casi una metáfora de esta aventura. Del fútbol al fútbol volando con Spanair.

Este episodio dice mucho de los complejos de un sector de las clases dirigentes de este país, que piensa que poniéndose los tacones patrióticos todo es posible. La operación fue presentada como la irrupción de una nueva generación de empresarios de la sociedad civil que debía superar las inercias y las dejaciones de sus mayores. Esperemos que el baño de realismo del fracaso no tenga efectos castrantes. Ha habido, además, frivolidad institucional al hacer suyo un proyecto que carecía de la base real necesaria para ser viable. Hacer del aeropuerto de Barcelona un hub de dimensión global es una pura fantasía. Y eso vale para una Cataluña independiente y para una Cataluña autonómica. El mapa aéreo de Europa está suficientemente definido para que quede claro lo que cabe y lo que no cabe. El Gobierno de entonces picó y la oposición siguió a pies juntillas y, una vez convertida en Gobierno, siguió atendiendo las demandas del negocio patriótico. Ahora ha dicho basta, por miedo a un vapuleo europeo, por unas ayudas públicas que atentaban contra las leyes de competencia y porque en plena campaña de recortes el chorreo de dinero hacia Spanair era difícil de sostener. En medio, la peregrinación del consejero de Economía a Qatar a buscar el milagro del dinero árabe.

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El empresariado catalán hizo la ola en acompañamiento del proyecto, pero a la hora de la verdad aportó poco dinero. Sabían de la inviabilidad del proyecto, algunos lo decían en privado, pero prefirieron callar en público para no señalarse. En Cataluña hay bastante gente rica, pero más bien pocos capitalistas. Es muy fácil correr riesgos mientras el dinero lo exponga el sector público.

A partir de un discurso fantástico, jaleado en mítines empresariales y en los medios de comunicación, con el aval de distinguidos economistas y de las inefables escuelas de negocios, se modeló una operación económico-patriótica que tenía que dotar a Cataluña de una gran compañía de bandera y hacer del aeropuerto de El Prat un punto nodal de primer orden. Una fabulación que siempre vivió con respiración asistida, sobre la que nunca se dijo la verdad, cuyo fracaso proyecta una mala imagen del país y eleva el nivel de pesimismo en una sociedad ya muy deprimida. Moraleja: por respeto a la patria, nunca más un negocio patriótico.

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