El desorden
El civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Su deterioro ha sido el asunto central del último pleno municipal en Barcelona y de todo tipo de pronunciamientos en las últimas semanas. El civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas de urbanidad. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que en la calle y la plaza se presupone la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un saber comportarse que iguala.
Barcelona es un ejemplo de cómo, a la que te descuidas, el sueño de un espacio urbano desconflictivizado, por el que pulula un ejército de voluntarios ávidos por colaborar, se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso. Y es porque lo real no se resigna a permanecer secuestrado que nuestros espacios públicos no pueden ser un cordial ballet de ciclistas sonrientes, recogedores de caquitas de perro y pulcros paseantes incapaces de tirar una colilla al suelo. ¿Quiénes son los responsables de que se frustre esa expectativa de ejemplaridad? Parece que esas bolsas crecientes de ingobernablidad se nutren de las nuevas "clases peligrosas", aquellas que el nuevo higienismo social, como el del siglo XIX, clama por ver neutralizadas, expulsadas o sometidas a toda costa: los jóvenes, los inmigrantes, los drogadictos, las prostitutas, los mendigos y esa nueva clase obrera que constituyen los trabajadores extranjeros y sus familias.
Sobre los inmigrantes como factor de suciedad nada que añadir a lo obvio: es pura xenofobia. En cuanto a las prostitutas, tampoco nada novedoso, puesto que son viejos personajes de las pesadillas de quienes quisieran que Barcelona fuera una ciudad ordenada y obediente. Con los indigentes y drogadictos formarían ese submundo de lo que en algunas ciudades latinoamericanas llaman "desechables", aquéllos contra los que se está animando a actuar con fines profilácticos, si hace falta como vemos que ocurre de vez en cuando con las acciones de cabezas rapadas.
En cuanto a los jóvenes, tampoco queda claro a quién corresponde atribuir responsabilidades incívicas. Se habla de extranjeros borrachos, por ejemplo, que se identifican como nuevos nómadas -los travellers- o turistas pobres, aunque es posible que a su lado encontremos a un buen número de estudiantes universitarios de casa bien que han acudido por miles a una ciudad publicitada internacionalmente como un colosal e ininterrumpido espectáculo al aire libre. Por cierto, es curioso que haya quejas al respecto del consumo juvenil de alcohol en público en una ciudad como Barcelona, en que el botellón no alcanza ni de lejos las dimensiones que conocen otras ciudades españolas como Madrid.
Luego tenemos el capítulo de fiestas descontroladas. Hace tiempo que los espacios festivos han demostrado su fracaso en orden a constituirse en ámbitos felices de cohesión social, y alguien debería recordar los graves desórdenes que conocieron las fiestas de Gràcia hace 30 años, el resultado de los cuales fueron 20 detenidos y un herido como consecuencia de los disparos al aire de la policía. Y es que la fiesta es lo que siempre ha sido, un territorio en que la condición crónicamente problemática de la vida social encuentra una oportunidad en que expresarse. En ese campo se confunden varias cuestiones. Por una parte, la del consumo masivo de alcohol, que no se ataja porque en gran medida depende de él la financiación de esas fiestas. Lo que ocurre es que luego se acabará sosteniendo que los desmanes los han provocado jóvenes borrachos de cerveza vendida por los "lateros" paquistaníes y no por la que les han servido los "buenos ciudadanos" que atendían las barras legales. En cuanto a la implicación de grupos alternativos, es un argumento perfecto para el hostigamiento policial contra la disidencia política radical. Igual no es casual que la asignación de culpa a movimientos sociales anticapitalistas en altercados como los de Gràcia precediera en unos días a un informe en que los Mossos d'Esquadra daban cuenta de la localización en Barcelona de activistas entre cuyos "crímenes" figuraba la difusión de ideas anarquistas y antisistema.
En resumen, lo que se da en llamar incivismo no es otra cosa que la afloración de realidades sociales que se niegan a ponerse entre paréntesis para que se vea confirmada la ilusión de que el desorden social ha sido derrotado por la "buena educación". Y es que, como sostenía aquí Josep Ramoneda en un sentido parecido, si uno lee lo que escribieron hace no mucho en estas mismas páginas Oriol Bohigas (27 de julio) y Félix de Azúa (11 de agosto) sobre el pozo de podredumbre en que se había convertido Barcelona, se llega a la conclusión de que lo que molesta a nuestros intelectuales burgueses no es la miseria o la marginación, sino tener que verla.
Mención aparte merece la invocación al término vandalismo para aludir a una nebulosa de conductas en la que manifestaciones de cultura urbana como son los grafitos se mezclan con formas de gamberrismo en las que una visión más profunda debería reconocer elementos de rabia y rencor contra ciertos aspectos del mundo. Todo acto de violencia es un acto de comunicación, cuyas causas no pueden ser atribuidas de manera simple a una patología psíquica o social. Y recuérdese: explicar no es justificar.
Por otra parte, y al respecto, cabría reconocer el descomunal abismo que, en cuanto a efectos, separa la llamada violencia urbana de la violencia urbanística. El 15 de julio, Bernat Puigtobella publicaba en EL PAÍS un merecido elogio a Destrucción de Barcelona (Mudito & Co.), de Juanjo Lahuerta, un libro que no trata precisamente del aumento de las conductas incívicas, sino de la devastación de que ha sido víctima Barcelona en los últimos años a manos del diseño urbano. Porque, si una papelera quemada es un "acto de vandalismo", ¿qué calificación convendría a esos barrios populares desahuciados en masa y destruidos por las excavadoras, a ese centro histórico despanzurrado para construir aparcamientos o a ése borrado para siempre de los restos y los rastros de lo que un día fue una de las ciudades más apasionantes y apasionadas de Europa?
Manuel Delgado es antropólogo.
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