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Déme su dinero, pero no me controle

Antón Costas

Imagine la siguiente escena. Un amigo cuya empresa está en riesgo por una gestión imprudente o negligente le viene a ver para pedir que le ayude a recapitalizar la empresa y evitar su quiebra. Hasta aquí la cosa es normal.

Usted valora la posibilidad de hacerlo, debido a que considera que, por motivos de interés general, es importante mantener la empresa, pero a cambio quiere controlar cómo se va a usar su dinero. Esto también parece normal.

Pero, entonces, escucha estupefacto como su amigo le dice que lo que él quiere es su dinero, pero no que controle sus decisiones ni su salario, ni mucho menos que le sustituya. Y para más inri le da una razón ofensiva: no quiere que usted entre en el consejo de administración porque le considera un mal gestor. Y se lo dice él, que es el causante del desaguisado.

La banca es un servicio público esencial en una economía moderna. Y como tal hay que preservarla

En resumen, aunque está dispuesto a ayudar, a riesgo de sufrir un perjuicio económico, lo que obtiene a cambio es burla y maltrato. Dicho en forma de nuestro refranero, "cornut i pagar el beure".

Ésta no es una escena imaginaria. Es lo que está ocurriendo estos meses. Algunos banqueros y analistas están pidiendo a gritos que los gobiernos inyecten dinero público en bancos en riesgo de quiebra por mala gestión. Pero rechazan que los poderes públicos puedan intervenir para controlar que ese dinero de los ciudadanos se utilice para recapitalizar el banco y hacer volver el crédito a las empresas y las familias, y no para beneficio de sus propios gestores.

El argumento que utilizan para rechazar ese control es que el sector público es un mal gestor. Y lo dicen aquellos que, con su conducta financiera negligente o poco prudente durante los años de vacas gordas, han puesto en riesgo los ahorros de los depositantes y el dinero de los accionistas.

La presunción de que el sector privado es en todos los casos un gestor eficiente y que el sector público es, por el contrario, siempre malo no está avalada ni por la teoría económica ni mucho menos por la evidencia histórica y cotidiana.

En el caso del sistema financiero, la historia de los dos últimos siglos da muestras de una sorprendente incapacidad de los banqueros para evitar las situaciones de crisis y quiebras. Tanto que economistas solventes como es el caso de Minsky, discípulo de J. M. Keynes, e historiadores reconocidos como Charles P. Kindlerbeger hablan de la intrínseca naturaleza inestable de la banca. En este sentido, es ilustrativo leer alguno de los trabajos de este último autor publicados en castellano sobre Las crisis bancarias, o el más conocido de Manías, pánicos y cracks.

Esa incapacidad para hacer una gestión prudente se puso especialmente de manifiesto en las crisis bancarias de los años 1930 y 1980. Y lo está siendo también ahora en la crisis de 2008.

Aunque los jóvenes directivos de la banca no lo sepan, la crisis financiera de la década de 1980 se llevó por delante un tercio de la banca española de la época. Fue el buen hacer del sector público, apoyado en una buena pila de dinero de los contribuyentes, el que consiguió mantener a flote el conjunto del sistema y rescatar a algunos de los bancos que habían naufragado por mala gestión privada.

Por cierto, la mayor solidez que hasta ahora ha mostrado el sistema bancario español ante la contaminación de las hipotecas basura y de otros activos financieros de alto riesgo y mala calidad no se debe a la mayor bondad de nuestros banqueros, sino a las lecciones que las autoridades sacaron de aquel cataclismo. Para minimizar que volviese a ocurrir, el Banco de España, a la cabeza del cual estaba el malogrado Mariano Rubio, impuso una regulación más estricta de las prácticas bancarias. Ese control público fue en su día contestado airadamente por los banqueros, pero hoy es visto como tabla de salvación en la crisis actual, al menos hasta ahora, y es la que el grupo de expertos del G-20 sugiere para la banca internacional.

Este éxito, al menos en términos comparados, de la regulación española ofrece una lección sobre la que volveremos en otra ocasión: el error de confundir la defensa del libre mercado con los mercados desregulados.

La banca es un servicio público esencial en una economía moderna. Y como tal hay que preservarla. Como decía mi buen amigo Juan José Ruiz Gómez en un artículo publicado en este diario, "sin bancos no hay paraíso" (17-02-09). Pero la banca no son los banqueros. No los deberíamos considerar como los héroes del capitalismo. La historia nos dice que en muchos casos son más bien depredadores que creadores de riqueza. Leer hoy el relato de las causas de las quiebras bancarias que en la década de 1930 hicieron el Federal Deposit Insurance Corporation (FDIC), organismo que tuvo que lidiar con los bancos quebrados, como la Federal Reserve Board de Estados Unidos es un correctivo para el descaro de algunos banqueros que vienen a decir "déme su dinero, pero no me controle".

Hemos de salvar la banca de los banqueros negligentes. Y la hemos de salvar porque el coste para toda la sociedad de no hacerlo es mayor que el coste del rescate. El temor a ser acusado de socializador no debería impedir hacer lo que hay que hacer. Pero, por otro lado, lo que no es admisible es que se pretenda utilizar masivamente el dinero de los contribuyentes pero que no se admita su control.

El reto para las autoridades es encontrar los mecanismos que permitan salvar a los bancos con el menor coste para los contribuyentes. Pero eso requiere, en cualquier caso, el control público de los bancos intervenidos. Otra cosa es dejadez de responsabilidad en el uso del dinero público.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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