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Columna
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Alegrías

David Trueba

El anuncio de los finalistas a los premios Oscar deja varias certezas que conviene subrayar. Cada vez más, aunque sea de modo sutil, resulta insostenible que los premios de Hollywood quieran ser el reconocimiento al cine mundial y se limiten, sin embargo, al mercado norteamericano.

Por ello, resulta estimulante que películas extranjeras no sean esquivadas en la selección. Y aunque las finalistas a mejor película aumentaran en número en lo que fue una decisión más que discutible para hacer presente el cine más comercial, películas del resto del mundo obtienen su hueco en la ceremonia. Casi siempre lo lograrán aupadas en campañas promocionales de las grandes distribuidoras locales, pero este año The Artist y con aún mayor mérito Nader y Simin: Una separación, han logrado representar ese otro mundo en la fiesta de la industria norteamericana.

Pero aún es más estimulante que dos candidaturas hayan ido a parar a manos españolas. Alberto Iglesias se ha convertido en un valor fijo, reconocido en el mundo, sin variar sus prioridades, su instinto y lo que es más meritorio, sin dejar de transmitir una paz ajena a los ejercicios de ascenso profesional más forzados. Es un lujo nacional. Y haber logrado una nominación en el apartado de dibujos animados es algo así como poner una pica en Flandes. Se le había dado poca relevancia a que dos películas animadas españolas estuvieran entre las primeras 19 seleccionadas. En una industria sin demasiada tradición en el género, con escaso apoyo de público, falto de costumbre en el dibujo para adultos, y con los raquíticos presupuestos en comparación con el cine norteamericano o francés, el logro era antológico.

Todo esto apunta al perpetuo drama nacional, que fomenta la figura del francotirador, incapaz de dotar de estabilidad y recursos a una profesión que se gana su lugar en el mundo a empujones particulares, casi siempre basados en el empeño y la pasión. Con las salas de cine amputadas del centro de las ciudades y desaparecidas en muchísimas poblaciones por culpa de leyes que fomentaron la especulación y la burbuja inmobiliaria, España no puede presumir de potencia cinematográfica. Envenenada por la batalla política, capitaneada por las firmas más reaccionarias del país, sobrevive, que no es poco, y nos regala alegrías nacionales.

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