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Columna
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Camps en su burbuja

Miquel Alberola

A pesar de su sonrisa, el presidente Francisco Camps llegó muy magullado a las Cortes, solapando la expresión de mártir gótico que le exigía su organismo y le imponía su sudario de Milano o Forever Young. A primera hora de la mañana ya le habían inyectado vinagre en sus llagas en la mayoría de corros radiofónicos. Y los periódicos le habían asestado varios titulares en el costado. Nunca había comparecido en ese hemiciclo tan vulnerable y, sin embargo, sus músculos cigomáticos tensaban una mueca de placer ajena a la tormenta situada en la vertical de su cráneo y que consignan todos los medios de comunicación excepto Canal 9.

Mientras Ricardo Costa alternaba los espasmos con exasperados SMS, Camps sacó el pincel fino y pintó un paraíso con tonos pastel emanado de su gestión en contraposición al infierno socialista de llamas eternas y al incómodo resplandor zaplanista. Sacó asimismo brillo a la avalancha de planes y programas que ha desatado sin consignar, tiró de estadística hasta el paroxismo y lo envolvió con una coreografía de esforzado comercial de vapores coloreados. A partir de ahí empezó a gustarse. Se puso moños y su sonrisa rozó la carcajada. Incluso sacó el sudado botijo del trasvase del Ebro e hizo malabares con el del Tajo-Segura. Entonces cambió de lengua y se refirió a la huerta y a Jaime I, y, como si estuviese bajo el influjo de su yelmo dragonado, exclamó que siete siglos después el valencianismo, con él, está más vivo que nunca. Ahí se desató. Su rostro perdió la decoloración del rigor mortis que le acompaña en la última semana, dio rienda a un acopio de consecuciones que comparó con 2003, que es su frontera con Eduardo Zaplana, y que repitió como un excitante mantra hasta que la bancada de su partido le hizo la ola para que él surfeara en la cresta.

El presidente se cobijó en la ingravidez de su burbuja y quiso hacer con su discurso un hoyo de avestruz para que la oposición metiera la cabeza y no atendiera a los turbios asuntos que lo están asando en carne viva. Un día antes había mandado cantos de sirena a través de su consejera portavoz, Paula Sánchez de León, para que el PSPV debatiera sobre "lo que le interesa a la gente" y no se aprovechara del caso Gürtel. Y como muestra de que él estaba manos a la obra había pasado una foto con su equipo y sin calcetines en un día de gota fría. Pero el portavoz socialista Ángel Luna no le dio tregua. Habló enseguida colapso institucional. De un "gravísimo fenómeno de corrupción generalizada en la Administración valenciana" para mantener su maquinaria de propaganda y la "megalomanía de sus proyectos". Pero Camps, como los vampiros, no se reflejaba en ese espejo. Hablaba por el móvil como si con él no fuera.

Desde el banco azul forzaba una efigie de presidente preocupado por la economía, aunque desde que empezó la pesadilla de los trajes pagados por Orange Market la agenda del Consell ha estado en función de su calvario político. Luna insistió en su bloqueo personal y político, en su "estrategia a remolque de los procesos judiciales". Incluso lo acusó de mentir en sede judicial por decir que había pagado los trajes que le regaló Orange Market y no poder probarlo. Camps opuso un mohín ignífugo sobre una máscara de felicidad narcótica que no se alteró ni cuando le pidió que se marchara, disolviera las Cortes y convocara elecciones.

Pero cuando volvió al estrado ese bienestar facial alcanzó la fase del éxtasis. Camps, embriagado de sí mismo, se reclamó como el único elegido democráticamente frente a los portavoces de la oposición en un brindis seco a Freud. Y dejó emerger varios fantasmas. Salió el agravio comparativo con Cataluña y la asfixia del Gobierno central a las posibilidades económicas de la Comunidad Valenciana. Y sobre ellos enmarcó su martirio político y judicial como objetivo prioritario de una estrategia montada para decidir el futuro de España. En ese momento Camps era su propio epicentro y la política española, su alfombra. Incluso tenía una cita de Churchill para decorarlo que reservó para el final. Pero por si acaso se aceleran los acontecimientos y estalla su burbuja, deslizó que sueña con ser ex presidente de la Generalitat. Y puede que su sueño no esté lejos de convertirse en realidad. La ausencia de empresarios y sociedad civil, incluso de peces gordos de su partido, en el debate era premonitoria.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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