Joan Fontcuberta y la inteligencia artificial: de la inopia a la desacralización de la imagen
El fotógrafo reúne en una exposición un serie de trabajos que proponen una exploración sobre el pasado, el presente y el futuro de la cultura visual
Nemotipo es un término acuñado por el investigador y comisario independiente Sema D’Acosta, que nos sumerge en la nostalgia de técnicas fotográficas ancestrales, como el calotipo, el daguerrotipo o el antotipo, cuyo sufijo, “tipo”, proviene del griego “molde”, mientras que “nemo” significa nadie en latín. Un neologismo que, en plural, da título a la exposición que dedica la Sala Verónicas de Murcia a Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955), donde han quedado reunidas ocho series en las que el reconocido fotógrafo, Premio Nacional de Fotografía en 1994, de Ensayo en 1998, y el único español en haber recibido el prestigioso Hasselblad, en 2013, ha recurrido a la inteligencia artificial (IA).
Si existe un paralelismo entre los albores de la fotografía y nuestros días, es el temor ante el futuro que ofrecen las nuevas tecnologías. “Paradójicamente, se pueden trazar conexiones entre esta nueva versión de la fotografía [la creada por IA] y sus principios, ya que en torno a 1840 los investigadores ya se admiraban de que por primera vez se lograba captar la realidad sin la intervención de la mano humana”, escribe D’Acosta en el catálogo que acompaña la muestra, de la que es comisario. “Con los nemotipos, otra vez se insiste sobre el peligro de que un elemento ajeno a lo humano logre concebir imágenes espontáneas”.
“Estamos viviendo una nueva revolución”, advierte Fontcuberta durante una conversación telefónica con Babelia, “no de cambio o transición, sino de ruptura. Hay un antes y un después”. Con anterioridad a la fotografía, el dibujo y la pintura eran las únicas técnicas capaces de representar la realidad. Técnicas manuales que requerían del talento y la pericia de unos artistas. Con la llegada del medio fotográfico, esta habilidad fue puesta en entredicho, ya que cualquier persona diestra en el manejo de una cámara podía obtener imágenes descriptivas de la realidad más perfectas. “Hoy pasa lo mismo”, añade el artista, “ya no hace falta salir a la calle para fotografiar algo, ya que existen millones de imágenes acumuladas de lo que está pasando allí. Simplemente con dar instrucciones a la IA podemos ir modulando una imagen hasta obtener exactamente lo que queremos”.
Esta nueva revolución comenzó hace aproximadamente 20 años. Por aquellos días, Fontcuberta, siempre poroso a las cuestiones que definen el momento que le toca vivir sin por ello dejar de echar la vista atrás, comenzaba a investigar sobre distintos métodos de representación de la realidad que prescinden de la cámara, dando forma a la serie Topofonías (1993- 1995), cuyo propósito era extraer sonido de un cierto lugar, en contraposición a la idea de Pitágoras de la música celestial. De ahí que el perfil de una montaña se convertía en música, y una frecuencia sonora en el dentado de una cordillera. Hoy, los ordenadores Silicon Graphics que vehiculizaron la serie han quedado obsoletos e impracticables. “El problema de la IA es que nos parece que es una seta espontánea, que acaba de crecer ahora, sin que nos diésemos cuenta”, destaca el artista, pero los algoritmos y los sistemas de computación sofisticados llevan mucho tiempo aquí sin que los llamásemos IA, ni tuviésemos consciencia de que fuesen sistemas algorítmicos”. Con el cambio de siglo, el autor llevaría a cabo Orogénesis (2002), mediante un programa de modelización en tres dimensiones que convertía una imagen plana, un mapa, en un volumen, una imagen tridimensional. En vez de utilizar información cartográfica, hará uso de codificaciones extraídas de obras maestras del género paisajístico. “Eso ya era una forma de IA”, matiza el autor. “El ChatGPT nos ha hecho ver que algo está pasando, pero es solo la culminación de un proceso que viene de dos décadas atrás”.
Fontcuberta define la muestra como “profiláctica”, concebida con el fin de ”protegernos de la confianza ciega en que las imágenes técnicas transcriben la realidad sin intervención, como si fueran ventanas o puros espejos”. “Durante el Siglo de las Luces, los naturalistas intentaban dar cuenta de la diversidad de nuestro planeta mediante ilustraciones de plantas y animales que ideológicamente pretendían ser fotografías, pero no tenían técnica”, añade el fotógrafo. “Así, cuando aparece la fotografía, por fin se logra un lápiz de la naturaleza, o un espejo de la memoria (dos expresiones de como se conocía la fotografía en el siglo XIX). Esa idea ha arraigado y hasta hace muy poco pensábamos que la fotografía estaba condenada a ofrecernos evidencia; a no hacer más que registrar, de forma literal, aquello que estaba frente al objetivo. Hemos vivido en la inopia. Y ahora estamos desaprendiendo algo que nunca tendríamos que haber aprendido. Tendríamos que haber entendido que eso era una opción, no un mandato ontológico de la fotografía. Para mí la cámara no deja de ser una tecnología de visión, como lo fue en su día el lápiz o el pincel”.
Trabajar con IA ha supuesto para el autor una experiencia que le permitía resolver cuestiones técnicas, que con anterioridad querían mucho tiempo y competencia, de forma mucho más simple. “Un tiempo y energía que puedes dedicar a pensar, a imaginar y desplegar tu propia fantasía y conceptos. La IA ha venido a ser una liberación, de una serie de actividades, que ni mucho menos renuncio a ellas”, advierte. “No se trata de que todo el aspecto manual vaya a desaparecer, sino que simplemente la forma artesanal se convierte en una opción”. Por otra parte, la IA ofrece lo que el fotógrafo refiere como “una la écfrasis inversa”, figura que en la historia del arte alude a la descripción de una imagen con palabras. “En un momento en que no se podían reproducir imágenes, los expertos recurrían a las palabras para intentar describirlas con la mayor exactitud posible. Hoy nos pasa al revés; el prompt lo que hace es una écfrasis que produce una imagen. El problema está en que las instrucciones que damos a la máquina concuerden con la idea mental que uno tiene. En cómo se ha adiestrado al algoritmo, en definitiva, en domesticar el sistema. A mí me gusta ir corrigiendo los resultados hasta obtener lo que yo quería. No dejar que la máquina con su inconsciente tecnológico me sorprenda con resultados accidentales. Esta podría ser otra manera de trabajar, pero sería la que menos se acomodaría a unas determinadas líneas de trabajo”.
Entre las series que reúne la muestra, están aquellas realizadas en coautoría con Pilar Rosado, como La petite mort (2020), Frenografías (2021) y Déjà-Vu (2021–2023). La petite mort, cuyo título se refiere al momento del orgasmo en francés, donde hay casi un ligero desvanecimiento o muerte momentánea de los sentidos, solapa dos conjuntos de retratos anónimos que expresan rasgos faciales muy parecidos. No se sabe si los protagonistas gozan o sufren. Los autores buscaron imágenes en un portal holandés, donde los usuarios publican sus videoselfis del momento de un orgasmo, para cotejar esos instantes del clímax con otras imágenes procedentes de los ficheros fotográficos de los asesinatos por narcotráfico de la revista mexicana Alerta. Daban forma a unas réplicas donde el ingrediente de placer o sufrimiento es indistinguible.
En Freak Show II (2023), el autor se dispone a redefinir la monstruosidad echando mano de internet, como un espacio indeterminado donde descubrir monstruos actuales. Seres quiméricos cubiertos por tatuajes, piercings, con implantes, trastornos alimenticios o cirugías plásticas, elementos que les permite escapar de la uniformidad. Donde la otredad se entiende “no como una amenaza relacionada con nuestros miedos, sino como la encarnación de lo diferente, de aquello que huye de los estándares y procura alejarse del canon”. Se trata de imágenes extremas que fue recopilando el autor y han sido interpretadas por la IA como un nemotipo donde se solapa la ficción y la realidad. “El término monstruo ha cambiado de cariz”, observa Fontcuberta. “Podemos llamar a alguien monstruo bien porque haga algo bien y sea inimitable, o porque cause terror. Es una ambivalencia propia de la contemporaneidad, un vaivén entre lo sublime y lo abyecto. La monstruosidad es una categoría estética de nuestro tiempo. Vivimos en un paisaje de monstruos, pero no de la biología, sino del lenguaje, de la política, de la estética. En todas las esferas de la vida hay monstruosidades”.
En Déjà-Vu los autores aplican la tecnología de redes neuronales generativas a conjunto de imágenes de obras perteneciente al museo del Prado con el fin de producir nuevas obras en continuidad plástica con las ya existentes y replantearse el papel de las imágenes del patrimonio artístico a la hora de formatear nuestra sensibilidad, la interdependencia de las imágenes.
“Vivimos en un mundo en el que las imágenes crean mundos, opinión y estados de conciencia. Una causa sin imágenes es una causa pérdida”, subraya el autor, al tiempo que hace referencia a la “iconofagia como la parábola del hambre de imágenes en nuestra época”. Sin embargo, “a medida que las imágenes se masifican, también se desmaterializan y entran en la categoría de las no-cosas”. Imágenes que para existir necesitan haber devorado a otras. “Y el caso más elocuente es el de los propios algoritmos: para hacer una fotografía con IA hay que suministrar al algoritmo muchas imágenes para que pueda digerirlas y excrementarlas en forma de un resultado a nuestras peticiones”. Así, dentro de este contexto de ”desacralización de la imagen”, la labor del artista es “enseñar a la gente a leer las imágenes, a no convertirse en sus súbditos, sino en soberanos de su uso y de su funcionalidad”.
‘Nemotipos de Joan Fontcuberta’. Sala Verónicas. Murcia. Hasta el 28 de abril.
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