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Nueva York abandona el plan de tarificar la congestión “por el impacto económico” en los automovilistas

La gobernadora del Estado deja en el aire un proyecto pionero en EE UU que tenía previsto recaudar mil millones de dólares al año para mejorar las infraestructuras de transporte

María Antonia Sánchez-Vallejo
Nueva York
Coches, autobuses y peatones, el 5 de junio en la Segunda Avenida de Nueva York, una de las arterias más transitadas de la ciudad.SARAH YENESEL (EFE)

En un sorprendente revés, tres semanas antes de su entrada en vigor, la gobernadora de Nueva York, Kathy Hochul, ha pisado a fondo el freno de la denominada “tarificación de la congestión” del tráfico, un plan para imponer peajes de acceso a la zona central de Manhattan. Hochul no sólo ha clavado el pedal, también ha pospuesto indefinidamente la idea, que perseguía dos objetivos: el recaudatorio, unos mil millones de dólares al año que servirían para financiar la mejora de las infraestructuras de transporte, y el ambiental, para frenar el uso del automóvil privado en una ciudad, de las pocas de EE UU, en la que es más o menos fácil moverse en transporte público.

La explicación de la demócrata Hochul ha sido el impacto económico que el plan de peaje tendría en los neoyorquinos —o los vecinos de Estados limítrofes— que a diario ingresan en el centro de Manhattan para trabajar, ir de compras o divertirse. Pero parece que entre las preocupaciones de la política se ha colado también la oposición del tejido empresarial y comercial de Manhattan, que aún no se ha recuperado del impacto de la pandemia, como demuestra la recalificación para uso residencial de edificios enteros de oficinas en el distrito financiero. Ponerle puertas a Manhattan, el pulmón económico de Nueva York, representa para los sectores afectados, de las ubicuas furgonetas de reparto al último de los taxistas, una merma de movimiento, de afluencia; de dólares, en suma.

La junta de la MTA (siglas en inglés de la Autoridad Metropolitana de Transporte) había votado abrumadoramente a favor de la tarificación de la congestión en diciembre, con la esperanza de que los ingresos por el cobro de un peaje a los conductores por entrar en la almendra central de Manhattan contribuirían a renovar el vetusto sistema de transporte, en el que, día tras día, las líneas de metro sufren desvíos o se saltan paradas mientras se apuntala una estación cochambrosa (los fines de semana, el funcionamiento del metro raya en el puro azar). Nadie ponía en duda que el plan, que fue ratificado por mayoría en marzo, se iba a aplicar a partir del próximo 30 de junio, ni siquiera los recursos presentados por particulares o entidades como el Estado de Nueva Jersey, donde residen decenas de miles de personas que trabajan —y viajan a diario— en Manhattan, y que se habían opuesto tajantemente a la medida.

A partir de este 30 de junio, los coches tendrían que haber pagado 15 dólares por entrar en Manhattan de la calle 61 hacia abajo, mientras que a los camiones y furgonetas de reparto les habría costado entre 24 y 36 dólares, dependiendo del tamaño (los camiones que surten de alimentos a los supermercados son de gran tonelaje). No hay fecha prevista, ni siquiera planes, de que la tarificación pueda reactivarse, pero sí numerosas presiones e iniciativas públicas, incluida alguna manifestación callejera, para resucitarlo. El contralor —supervisor financiero independiente— de la ciudad de Nueva York, Brad Lander, y una amplia coalición de expertos jurídicos y activistas del transporte alternativo han anunciado que están explorando todas las vías legales, incluida la judicial, para reactivarlo.

Para el contralor, no es de recibo perder ese dinero tan necesario para que la deficitaria MTA, que no ha levantado cabeza desde la pandemia, mejore el sistema de transporte público. Si el disfuncional funcionamiento del metro, que siempre reserva una sorpresa a los sufridos usuarios —retrasos, salto aleatorio y muchas veces inopinado de estaciones—, es proverbial, no hay palabras para definir el renqueante funcionamiento de los autobuses públicos de la ciudad, los más lentos de EE UU, con una velocidad media de 13 kilómetros por hora; la más baja de las 17 mayores ciudades del país. Y que, además, para los vecinos de los barrios de la periferia más desfavorecidos son la única alternativa de transporte existente. La relación directa entre inaccesibilidad del transporte y desigualdad social tiene en Nueva York un claro exponente.

Lincoln Tunnel
Acceso al Lincoln Tunnel, que conecta Manhattan y Nueva Jersey, en Weehawken (NJ), en mayo.Ted Shaffrey (AP)

El frenazo de la gobernadora Hochul deja a Nueva York, ciudad que a diario reedita el libro de los récords casi como si de una competición olímpica se tratara, a las puertas de ser la primera de EE UU en imponer un sistema de peajes. Pero no habría sido pionera en el mundo: a partir de Singapur, que la aplicó en 1975, la tarificación es ya norma en ciudades europeas como Londres, Milán, Gotemburgo o Estocolmo.

Según los expertos, se trata de un modelo de gestión eficaz, “una herramienta que hace que el precio monetario real pagado por los conductores refleje más ampliamente los costes sociales y públicos de sus acciones” al conducir un vehículo privado, según un estudio del Centro Kent A. Clark para Mercados Globales de la escuela de negocios Booth de Chicago. “Este es exactamente el tipo de cosas que los economistas tienden a apoyar. Un artículo publicado en 2006 llegó a calificar la tasa de congestión de Londres de ‘triunfo de la economía”, recuerda el estudio universitario, subrayando que los beneficios a largo plazo superan los costes de un grupo de afectados inmediatos. El problema, en un país que considera el gasto público poco menos que un despilfarro, es que muchas personas —y votantes— prefieren eludir el coste de sus acciones “cuando eso les supone un coste económico inmediato”, aunque los beneficios comunes sean superiores y, más importante aún, sostenibles en el tiempo.

El déficit de infraestructuras de EE UU se mide en decenas de miles de millones. Las redes de transporte urbano y suburbano de una ciudad como Nueva York ofrecen una imagen paradójica de lo que es, o dice ser, una superpotencia: instalaciones vetustas, cuando no ruinosas —y sucísimas—, pese al bombeo de fondos federales (por ejemplo, las ayudas para renovar el transitado bypass que enlaza Manhattan con el Estado gemelo de Nueva Jersey, aprobado hace un año por la Administración del presidente Joe Biden y su ambicioso plan de infraestructuras). Pero el cálculo político de la gobernadora Hochul parece haberse impuesto al interés común: proyectos de mejora de las señales de metro en Manhattan y Brooklyn, la incorporación de ascensores a las estaciones de metro —la accesibilidad del suburbano es ciencia ficción—, la sustitución de viejos vagones, la ampliación de la línea de metro de la Segunda Avenida e incluso los proyectos de reparación de rutina, han quedado ahora en el alero, privados de esa fuente adicional de ingresos que pretendía el plan inopinadamente arrumbado.

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