La batalla de Río Grande Valley: en el laboratorio de la extrema derecha latina
En la frontera de Texas con México, todos los ojos están puestos en este bastión demócrata con un 93% de población hispana. El Partido Republicano aspira a darle la vuelta en las próximas elecciones
En el verano de 2022, Mayra Flores, nacida en Burgos (Tamaulipas) y emigrada “legalmente” con seis años a Estados Unidos, dejó de ser una enfermera, madre de cuatro hijos y casada con un agente de la patrulla fronteriza, para convertirse en un símbolo de las dificultades del Partido Demócrata de retener ese voto latino que suelen dar por ganado. También, tal vez, en la prueba de que Ronald Reagan tenía razón cuando decía aquello de que los hispanos son republicanos pero aún no lo saben.
Flores se presentó a una elección especial para cubrir la vacante que dejó la retirada del congresista Filemón Vela en un distrito del Río Grande Valley, en el extremo oriental de la linde de Texas con México. La joven, que en 2008 había votado a Barack Obama y carecía de experiencia previa, ganó en una cita con baja participación, gracias al eslogan “Dios, familia, patria” y al voto del vecino más famoso del valle, Elon Musk, que fijó su residencia en Boca Chica, el lugar desde el que su empresa Space X lanza cohetes al espacio. Aupada por la notable atención mediática que generó el caso de una hija de inmigrantes con una historia con aroma al sueño americano, Flores, que trabajó los veranos de su adolescencia recogiendo algodón con su familia y, sin embargo, apoyaba las políticas y compartía cierta retórica con Donald Trump, puso también rostro al auge de una rara especie en el hábitat político estadounidense: la latina de extrema derecha.
Era la primera candidata republicana en más de 100 años en vencer en este trozo de tierra en la parte más meridional de Texas con un 93% de población hispana, además de la primera mujer en llevarse el distrito. Tampoco nunca antes una mexicana se había sentado en la Cámara de Representantes. En una entrevista con EL PAÍS celebrada la semana pasada en un espacio de trabajo compartido en McAllen, Flores, de 38 años y sonrisa inoxidable, contó que al aterrizar en Washington miró a su alrededor y se dijo: “¿Cómo llegué hasta aquí?”. “A los pocos días”, añadió, “la pregunta era otra: ¿cómo llegaron todos estos aquí?”. “Me di cuenta de que en el Congreso necesitamos más gente de barrio, con sentido común, que sepa batallar, que nos represente”.
En noviembre de aquel año, los demócratas despertaron del letargo en las legislativas de medio término. Invirtieron con brío, presentaron a un veterano político llamado Vicente González, trasplantado de un distrito vecino en el que las cosas pintaban peor para él, y Flores perdió su escaño. Ambos se verán las caras de nuevo en las próximas elecciones, en las que los estadounidenses además de elegir presidente, votan a la totalidad de los congresistas y a un tercio de los senadores.
El duelo Flores/González promete ser uno de los más encarnizados por el control de la Cámara de Representantes. También servirá para saber si esta región de clase obrera, burbuja demócrata en un feudo republicano como Texas, consuma o no el giro a la derecha que ensayó en 2020. Joe Biden ganó entonces a Trump por 15 puntos. ¿Buenas noticias? No tanto: cuatro años antes, Hillary Clinton le había sacado 39 a su adversario.
Flores es símbolo además del creciente protagonismo de las mujeres hispanas en la política del valle. En el distrito contiguo al suyo, el TX-15, dos se enfrentarán de nuevo este año: la republicana Mónica de la Cruz y la demócrata Michelle Vallejo. A seis meses de la cita con las urnas, Vallejo, que perdió en 2022 por nueve puntos, lamentó la semana pasada en una moderna cafetería de McAllen, la segunda ciudad más poblada de la región, que su partido no la hubiera apoyado más entonces. Ahora se siente mejor respaldada, en vista de lo que hay en juego y de los malos augurios sobre la deserción de los latinos hacia las filas republicanas.
Su estrategia pasa por “demostrar a la comunidad en su mismo idioma” ―”en realidad”, apostilla, “son tres: el inglés, el español y el bilingüe, el tex-mex”― que a ella le preocupan “los problemas reales”, y no “el circo político nacional que obsesiona” a su oponente, adscrita a la línea más dura del trumpismo y del gobernador de Texas, Greg Abbott, en materia migratoria. “Para ellos, el valle no es más que un telón de fondo para sembrar miedo y avanzar en sus políticas extremistas”, considera. Entre esos problemas reales, la candidata cita el “defectuoso” servicio a Internet en la región o la “sequía histórica” que afecta a la parte norte de su distrito.
Como Flores, Vallejo, de 32 años, también es hija de inmigrantes mexicanos, y creció ayudando en la pulga, un mercadillo de “vendedores de clase obrera”, de la familia. Las candidatas no se parecen en mucho más, aunque comparten su condición de víctimas de gerrymandering, práctica tan genuinamente estadounidense como poco democrática que permite a los políticos elegir a sus votantes, y no al revés. Ambos partidos llevan décadas perfeccionándola en Texas. El redibujo de sus distritos que trajo el último censo les pasó factura. A la primera le dejó una base electoral más difícil y arañó un trozo del mapa para que la vivienda de su rival quedara incluida. A Vallejo, por su parte, le quedó un distrito con una forma poco natural, estrecha y alargada, que llega hasta el sur de San Antonio e incluye comunidades fuertemente republicanas que diluyen la fuerza del electorado demócrata tradicional del valle.
El aborto y la economía
Las dos coinciden en señalar que la crisis de la frontera no será la primera preocupación en el ánimo de sus votantes. Vallejo confía en que el aborto movilizará a los suyos, y parece que sus oponentes temen que así sea, a juzgar por la desaparición de referencias al asunto en las webs de sus campañas. “Hemos aprendido a hablar a nuestra gente sobre el tema, que no es como les han hablado desde siempre cada domingo en la iglesia”, considera Vallejo. “¿Y sabe qué? No están contentos con que se recorten sus libertades, ni con que Texas es uno de los Estados con leyes más severas con la libertad reproductiva de las mujeres”.
La republicana, que considera que “la mayoría de la comunidad es provida”, ha rebajado en estos dos años la dureza del discurso sobre la frontera con el que se dio a conocer. “Claro que estoy a favor de la inmigración”, dijo en la entrevista, “pero siempre que sea legal; no podemos seguir promoviendo que la gente venga ilegalmente y traiga a sus criaturas, sabiendo los riesgos que hay”. También parece haber aparcado su apoyo, expresado en torno al día del asalto al Capitolio, al bulo de que Joe Biden robó las elecciones de 2020. “Él es nuestro presidente”, contestó a una pregunta sobre el tema. “Desafortunadamente, nos defraudó; ya me habría gustado que hubiera sido de otra manera”.
Hoy prefiere centrar sus preocupaciones en el tráfico de menores en la frontera (en su programa propone pruebas de ADN a los que llegan para certificar la consanguinidad) y a la participación de las personas trans en los deportes femeninos (”seamos honestos científicamente: no somos iguales”). Cree asimismo que los asuntos cruciales serán “la economía y la inflación”. “Me da mucha tristeza ver que la mayoría de los estadounidenses no tiene ni mil dólares de ahorros, y que viven de cheque en cheque”.
Que la frontera no quite el sueño a las campañas de ambos partidos en el valle puede deberse a que en las localidades que están en la linde los problemas migratorios se viven con menos histerismo que en los pasillos del Capitolio o en los platós de Fox News. O a que, tras décadas de vivir con una crisis humanitaria a las puertas de casa, hayan perdido la fe en la capacidad de la clase política para arreglar nada. O tal vez sea porque que en las calles de McAllen y Brownsville, la presión, que parece haberse trasladado a otros puntos (El Paso o Eagle Pass, sin salir de Texas), no es tan alta estas semanas como lo fue en los peores momentos de los últimos años.
Cada día, descargan un puñado de autobuses de solicitantes de asilo en dos puntos distintos: una organización católica en McAllen y una plaza en Brownsville, donde los recién llegados cuentan historias similares a la de Angélica Rubí, que vino de Tamaulipas y cruzó por Matamoros con su hija Tifani Fernanda, de tres años, después de ocho meses esperando a una cita. La solicitó a través de CBP One, la app que las autoridades estadounidenses habilitaron hace un año para ordenar el procesamiento legal de quienes llaman a las puertas de Estados Unidos.
En el puente internacional que cruza sobre el ancho Río Grande (o Río Bravo, como le dicen los mexicanos) y que conecta la militarizada ciudad de Reynosa con el sur de McAllen, los que viven de un lado y trabajan al otro se mezclan con los migrantes que esperan su turno. Tirados en el suelo, con caras cansadas, los cinco miembros de una familia de haitianos dicen que su destino final es Boston y que están impacientes por partir en cuanto los suelten en la estación de autobuses de McAllen.
A las puertas de esta, José y Javier, dos jubilados que llegaron irregularmente hace medio siglo y “legalizaron” su situación gracias al nacimiento de sus hijos, consideran que los migrantes de ahora “lo tienen mucho más fácil” de lo que lo tuvieron ellos. “Los hay que vienen con ganas de trabajar, pero muchos otros dan problemas, especialmente los haitianos. Además, ¿cómo es posible que vengan pobres y se gasten entre ocho y 10.000 dólares en pagar a los coyotes durante la travesía?”, se preguntan. “Están poniendo en riesgo lo que hemos conseguido durante años de trabajo duro”.
Opiniones como esas reflejan tendencias recogidas en dos recientes estudios. El primero, publicado en la revista de ciencias sociales Public Opinion Quarterly, concluyó que un tercio de los latinos considera que las recientes olas migratorias afectan negativamente al estatus con el que los perciben el resto de estadounidenses. El segundo es una encuesta de Axios, Ipsos Latino y Telemundo, según la cual el 52% teme ser incluido en la deportación masiva, “la más grande de la historia”, que Trump promete casi en cada mitin que acometerá si resulta elegido. (En la entrevista, Flores vaticinó que los demócratas jugarán esa carta durante la campaña: “Les meterán miedo diciéndoles que vamos a expulsar a sus abuelitas, para ganarse su voto, y no es verdad”).
Los “desertores”
Pese a esas amenazas y a un discurso que identifica la inmigración con el crimen, la epidemia de fentanilo o el tráfico de personas, la popularidad de Trump entre los hispanos no deja de crecer a un ritmo parecido al que cae la de Joe Biden. Defectors (desertores), un libro de la periodista Paola Ramos previsto para septiembre ―cuyo subtítulo es: “El auge de la extrema derecha latina y lo que implica para Estados Unidos”― es el intento más completo hasta la fecha de analizar ese fenómeno.
“En su búsqueda por sentir que pertenecen a Estados Unidos, algunos [hispanos] se han dejado seducir por el extremismo, la supremacía blanca y el trumpismo”, escribe Ramos, que atribuye esa deriva a tres influencias: el tribalismo ―”el racismo y la discriminación internas” que prenden en las diferentes comunidades―; el tradicionalismo ―o el modo en el que ciertos valores morales conservadores y la sombra colonialista los empujan a tomar partido por un bando en las así llamadas guerras culturales― y los traumas causados por el turbulento pasado político de América Latina (esto último les hace huir de cualquier propuesta política que huela a socialismo).
“Los hispanos somos inherentemente conservadores; creemos en la fe, la familia, el trabajo y la vida”, explica Hilda Garza DeShazo, secretaria del Partido Republicano del condado de Hidalgo, en el cuartel general de la formación en McAllen. “Cuando aquí se ha votado históricamente demócrata era porque los candidatos eran conservadores, así ganaban. Pero eso ha cambiado, porque el Partido Demócrata de ahora no es el de Kennedy, ni el de Lyndon Johnson. Si me apuras, tampoco el de Clinton. Está mucho más radicalizado”.
Garza DeShazo es una “republicana de toda la vida”, “de las primeras latinas en el partido”, que no necesitó “la epifanía de una elección robada” para sumarse a la causa. A la pregunta de cómo se sintió al apoyar a Trump en 2016, cuando lanzaba dardos dialécticos contra los mexicanos, echó mano con impaciencia de la cita completa de una de las declaraciones más famosas de aquella campaña, pronunciada en el discurso de anuncio de su candidatura. La llevaba apuntada en el móvil: “Es la clásica narrativa falsa de la izquierda: [el expresidente] no se refería a todos los mexicanos. Lo que dijo fue: ‘Cuando México envía a su gente, no envía a los mejores. No te envía a ti. Está enviando gente con muchos problemas, y traen esos problemas... Traen drogas. Están trayendo crimen. Son violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas’. ¿Ve? No hablaba de la gente que es como yo”, aseguró.
Al día siguiente, Garza DeShazo dirigió su última reunión como secretaria de la formación. Era el día también de la despedida de su presidenta, Adrienne Pena-Garza, que dio emocionada un discurso en una sala con una gigantesca bandera con la estrella solitaria y recortables de tamaño natural de Reagan, Lincoln y Trump. Proclamó que “el Sur de Texas ya no se calla”. “El mensaje conservador se fortalece en nuestras comunidades”, añadió. Una mujer blanca se acercó al rato para aclarar que antes de Pena-Garza era “raro ver a latinos aparecer por las oficinas”. Ese día, más o menos la mitad de la veintena larga de asistentes lo eran.
En los últimos tiempos, varios líderes republicanos, de Abbott a Ted Cruz, que se juega en noviembre el puesto en el Senado, han visitado esta oficina para entender cómo estas mujeres obraron el milagro de la conversión de votantes demócratas hispanos. Entre los simpatizantes que acudieron a la reunión de la semana pasada había conservadores de toda la vida, como Alberto Herrera, que se quejó de que los migrantes dejan cuentas sin pagar en la clínica de McAllen que regenta, y recién llegadas, como Aleida Cura, de 19 años, que contó que tomó conciencia “durante la pandemia”. “Muchos amigos me dicen: ‘siendo latina, ¿cómo puede gustarte Trump?’. Parece que todos tengamos que ser demócratas, y no es así”, dijo. “Yo sé que muchos de mi edad no expresan sus opiniones por miedo a ser cancelados”.
Esa misma tarde Madeleine Croll, mujer trans de madre mexicana y convencida demócrata, había empleado un ejemplo ciertamente gráfico para describir la extrañeza que le provoca ver a un latino votar republicano: “Es como si las gallinas apoyaran al coronel Sanders [fundador de Kentucky Fried Chicken, famosa cadena de restaurantes de pollo frito]”. “Si analizaran sus políticas, sabrían que no hay nada en ellas que beneficie a las clases media y trabajadora. Son muy buenos, eso sí, a la hora de captar la ira y el resentimiento de la gente, y en hacer que parezca que son los únicos que están escuchando. El reto de los demócratas es más difícil: hacer que los votantes se detengan y piensen”, explica. “Y luego está Gaza, claro. ¿Podemos por favor dejar de financiar un genocidio?”.
El drama palestino está frenando a Croll a hacer proselitismo puerta a puerta en busca de votos. Dice que “hay una gran inversión de la derecha desde el exterior para intentar convertir el valle en republicano” y que los suyos deberían contrarrestarla con más dinero. “Hay demasiado en juego”, sentencia. Y eso tal vez sea en lo único en lo que están de acuerdo a ambos lados de la frontera ideológica que parte en dos este rincón de América: la de noviembre será la batalla electoral más reñida que se recuerda en Río Grande Valley.
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