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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘The Crown’: ¡Qué gran campaña ahora para Carlos!

La serie de Peter Morgan continúa su magistral línea de ficción audiovisual, pero es aún mejor como sofisticada operación de imagen moderna

Dominic West interpretando a Carlos de Inglaterra en los últimos capítulos de 'The Crown'.
Jesús Ruiz Mantilla

Cada vez que me siento a ver The Crown la disfruto en dos dimensiones de naturaleza aparentemente opuesta, pero perfectamente entrelazadas. La primera, como ficción audiovisual de lujo. Sin duda, la podemos considerar ya una de las más brillantes series de nuestro tiempo. Después, incluso más, como la mejor campaña de imagen aplicada a una institución secular en el siglo XXI.

Ambas conviven naturalmente en una simbiosis de lógicas aparentemente dispares con efectos probados. En eso, The Crown marca la diferencia, abre un rumbo para el que no todo el mundo está capacitado. Intentar algo similar sin el talento de sus impulsores puede resultar entre ridículo y mortal. La prueba de que hasta ahora funcionó ha sido el luto y el duelo global que vivimos con la muerte de Isabel II. No hubiese llegado a tanto el clamor a nivel planetario de no existir The Crown, ese artefacto magistral, tanto para la televisión en la era contemporánea como para las operaciones de propaganda.

Llegados al punto que aborda la última temporada había que añadir otro elemento que a los amantes del cine les intrigaba. Peter Morgan, creador e ideólogo -aquí conviven ambos términos sin estridencias- de la serie, fue también el guionista de The Queen, dirigida por Stephen Frears y protagonizada con Oscar de Hollywood incluido por Helen Mirren. Entonces, ambos abordaron el mismo dilema: cómo la muerte de Diana pasó de ser una tragedia para la familia real británica a convertirse en una oportunidad para reflotar una institución tocada. Siento la crudeza, pero así resultó.

The Queen convirtió un asunto de lamento y drama radicalmente popular, un pasto de audiencias y morbos de alcance universal, en algo muy serio. Se adentraba con acierto hasta el tuétano en la esencia del pacto de poder entre monarquía y clase dirigente que ha equilibrado el Reino Unido desde la ejecución de Carlos I en 1649 hasta hoy. A mitad del siglo XVII, ambos espacios quedaron delimitados en aquel país gracias, entre otros, a Oliver Cromwell. La monarquía no podía quedar por encima de la soberanía popular, ni de sus aspiraciones y tampoco, a poder ser, de sus emociones sin que corrieran el riesgo de rodar cabezas.

Debían convivir si querían perdurar en compañía. Esa capacidad de entenderse y arreglarse sin que apenas nada se resquebraje, es la que cuenta The Queen cuando a finales del siglo XX la familia real da muestras de no ser capaz de mostrarse a la altura de los sentimientos de su gente, atrapados en un embudo de lejanía y frialdad. Además, si a esto le añadimos que el país referente de estabilidad democrática y varios rumbos -no todos- bien marcados en la historia contemporánea, vive en el presente una crisis de decadencia palpable tras haberse suicidado colectivamente con el Brexit, series como The Crown devuelven en alguna medida la fascinación por sus formas, sus solemnidades y sus debilidades.

En la película que marca el precedente de la serie, Morgan describió como una mujer incapaz de comprender las simpatías y las complicidades populares que despierta la figura de su nuera, posee el instinto y la inteligencia de saber cambiar de opinión respecto a ellas. Deja de entender sus maneras de ganarse a la gente como un agravio y se alía en el dolor a cualesquiera que fueran sus virtudes. No por convencimiento, quizás, pero sí por conveniencia. También por medio de la habilidad de un primer ministro como Tony Blair para saber ver en este caso lo que fue incapaz de adivinar respecto a Irak y actuar a la altura de las circunstancias.

La monarquía y el Gobierno sellan entonces un pacto mediante el cual alejan los nubarrones que asolaban y amenazaban la supervivencia de la institución milenaria. A partir de esa nueva actitud, nacida de la tragedia y con el partido que saben sacarle a la misma, revitalizan, paradójicamente, la monarquía. Isabel II vive así un final de reinado mucho más cómplice con sus ciudadanos, más empático. Y ahí es donde, para rematar ese sentimiento de admiración y buena sintonía entra The Crown.

Dominic West
Dominic West, en otro momento de 'The Crown'.Netflix

Con esta ficción monumental sobre prácticamente todas las décadas de su reinado, Peter Morgan nos muestra la carne, las dificultades y las debilidades personales, familiares, pero nunca políticas, de una Isabel II con la que es muy difícil no empatizar en sus avatares como monarca y en sus encrucijadas como persona. De aquel camino iniciado tras la muerte de Diana, esa nueva etapa de buena sintonía con su pueblo, la simpatía que despierta en esa nueva fase, se convierte en algo más. The Crown corona a Isabel II mediante la ficción televisiva no solo en reina, sino en toda una leyenda a la altura de su tiempo.

Con el final de la serie, enterrada ya Isabel en vida, queda otro reto. Este mucho más difícil: Carlos. Si bien no podrán elevarlo a la misma categoría que a su madre, al menos, cabe un intento para dignificar al heredero. Por eso, en este final, Morgan ha decidido apostarlo todo a la carta del actual rey. Eso en términos de campaña. Pero para bordarlo, nada mejor que una buena ficción en la que dominen otros personajes. Miren por donde, Carlos va a ser redimido en The Crown -o al menos lo ha sido en estos cuatro primeros capítulos de avance del final- por Diana.

Bien es cierto que, en las dos temporadas anteriores, la princesa de Gales no salía muy bien parada. Si a esto le unimos la brillantez con el que Elisabeth Debicki la interpretó en la pasada entrega y en esta nueva, el asunto se recrudece aun más. Sus dotes de actriz la convierten en un ser sensible, frágil y con encanto para un abrasador foco mediático, que le atrae y acorrala al tiempo. Pero a la vez en alguien asombrosamente frívolo, por errática, torpe y repelente.

La última temporada continúa con la misma tónica. La obsesión por buscar problemas de los que puede perfectamente huir, por adentrarse sin descanso en la boca del lobo, marcan un perfil de asombro ante tanta simpleza. En cambio, el foco que los guiones centran en Carlos -quien ha tenido la suerte, además, de ser encarnado por el maravilloso Dominic West- realzan sus virtudes humanas y piadosas. Resalta así su arrepentimiento ante lo ocurrido, su impotencia, pero también su firmeza ante un padre absorbido por el protocolo y una madre que sabe huir del mismo para garantizar con más flexibilidad supervivencia de todos.

Cómo lo hacen, no es cuestión de contarlo aquí: véanlo y disfruten de una serie absolutamente magistral como ficción y admirable en su fascinante y acertada lección como la más hábil y ambiciosa operación de imagen moderna llevada a cabo en nuestra época.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.
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