Quien tiene boca se equivoca
Hoy, toda frase puede viralizarse y perseguir a su autor durante años


En los años analógicos, la tele era un arma poderosísima que vibraba en el último rincón del país, con un impacto que un chavalín de hoy, acostumbrado a miles de canales y pantallas simultáneas compitiendo entre sí, no podría imaginar. Salir en aquella tele imponía muchísimo más que salir en la de hoy. Sin embargo, dicen los más viejos del lugar que los invitados de aquella eran más libres y espontáneos. No medían tanto las palabras porque sabían que se las llevaba el viento. Salvando la teta de Sabrina y la llegada del milienarismo arrabalero, casi ninguna escena merecía una repetición. En cambio, hoy, toda frase puede viralizarse y perseguir a su autor durante años.
Si cualquier cosa que digas puede ser utilizada en tu contra, la actitud que asume quien toma la palabra en público es la de un preso al que han leído sus derechos. Quien calcula mucho su discurso acaba en el desierto de la inanidad. No se puede decir nada interesante, divertido o espontáneo si el público no tiene manga ancha con las meteduras de pata, las inconveniencias o los chistes patosos. Con este panorama, solo los suicidas, los políticos demagogos y los desesperados pueden tomar la palabra con la libertad necesaria. Y ahí perdemos todos, porque dejamos la discusión en manos de frikis y exaltados.
El griego clásico tiene un término, mnesikakein, que se refiere al vicio de blandir los recuerdos como arma. Reprocharle a alguien las cosas que dijo o hizo en el pasado era una añagaza mezquina en la Atenas clásica, un recurso que ensuciaba el debate público, según leo en el genial ensayo Breviario del olvido, de Lewis Hyde. No hace falta promulgar leyes de olvido, como hicieron los atenienses tras la dictadura de los Treinta. Bastaría con poner en práctica aquello de que quien tiene boca se equivoca.
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