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Veo con escalofríos series documentales en Movistar y en Netflix sobre las hazañas de aquellos empeñados en salvar al mundo y que estuvieron a punto de destruirlo


Es complicado no otorgar veracidad a la copla del desolado juglar Jorge Manrique en la muerte de su padre, cuando afirmaba: “Como a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. Constatar que los amos actuales del universo, elegidos democráticamente por el sabio pueblo, son descerebrados tan siniestros como el indescriptible Trump, el envenenador profesional Putin, el machote Bolsonaro (no he soñado unas declaraciones suyas asegurando que ponerse la mascarilla era cosa de maricones), el campechano cazador de imperialistas Maduro, el aislacionista hijo de la Gran Bretaña Boris Johnson y otros tantos e impunes monstruitos. Son una plaga que podría hacerle competencia en su toxicidad al covid.
Pero si la memoria retrocede, constatas que hubo épocas en las que los conductores de patrias fueron aún peores, o se dieron las circunstancias para que su vileza sangrienta alcanzara el esplendor. Existió un tiempo en el que la suerte del universo estuvo en manos de Hitler, Stalin, Mussolini, Franco, gente así. Los infinitos millones de muertos y de supervivientes rotos, de océanos de dolor y humillación podrían confirmarlo.
Veo con escalofríos series documentales en Movistar y en Netflix sobre las hazañas de aquellos empeñados en salvar al mundo y que estuvieron a punto de destruirlo. Y fueron amados hasta el delirio por sus hipnotizados pueblos, disponían de infinito carisma según los historiadores, le gritaban al personal lo que este quería oír. Ocurrió con los bigotudos Hitler y Stalin (qué mal rollo me dan los líderes con bigote, también lo portaban asesinos cualificados como Videla, Pinochet y Franco), pero sus imitadores actuales quiero creer que lo tienen mucho más difícil para perpetuar la infamia en nombre del bien común. O sea, del suyo. Avisaba Enzensberger: “No sigas líderes, hijo mío. Consulta el horario de los trenes. Es más exacto”.
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