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Cásate o ríete, por Luna Miguel

Pasaron muchas temporadas hasta que Mónica y Chandler decidieran casarse en Friends; vivimos momentos muy tristes hasta que Lily y Marshall intercambiaran anillos en Cómo conocí a vuestra madre, y atendimos a toda clase de locuras hasta que Wolowitz y Bernadette soltaron sus votos matrimoniales en el mismo momento en que un satélite de Google Earth paseaba su objetivo por un tejado de Pasadena en The Big Bang Theory. En las comedias de situación, el camino hacia el altar parece pesado y doloroso: problemas laborales (como que te manden al espacio unos días antes), dudas tontas que aparecen de la nada (¿podría estar construyendo mi historia a base de viajes bohemios por Europa y voy a desaprovecharla con este tío?), miedo al compromiso, al aburrimiento, a la vejez… E incluso una vez superados todos estos percances, con el novio y la novia al fin vestidos para la ocasión y dispuestos para toda una vida de amor juntos, es posible que ocurran cosas como que la suegra sufra un infarto en medio del banquete, o que una perturbada insulte a la nueva mujer latina y joven del novio (curiosamente su ex marido), o incluso que el catering se encuentre en un estado tan lamentable que ninguno de los ociosos comensales vaya a salir sano de allí.

Escenas tan retorcidas y ridículas estas, las de las series que pueblan nuestras pantallas, nos llevan a pensar que en el mundo de la comedia el matrimonio aún es un terreno hostil. Como si casarse tuviera más importancia de la real. Como si la perfección consistiera en un vestido caro, una capilla en el campo y una pareja demasiado macerada a lo largo del extenso guion. Como si realmente lo más complicado de ese paso fuera cerciorarse de que uno está enamorado… para nada, creedme. Ni el amor ni el humor conformarán peor coalición que la de la burocracia y vuestra paciencia.

A saber: la sala de espera del Registro Civil es oscura y fría. Los números de la pantalla electrónica casi no avanzan, pues compartes habitación con otra decena de parejas que se abrazan o se miran nerviosos porque cualquiera de nosotros podría ser el siguiente. Benvinguts a las puertas del amor. Agudizas el oído y te enteras de que la tipa de allá se casa por tercera vez, de que esos dos se separaron pero han vuelto a reconciliarse, de que a la rubia que sale medio llorando de la Mesa 87 le faltan aún unos papeles y que hasta septiembre no podrá retomar el proceso. Tú miras tu carpeta confiada porque llevas meses recopilando todo lo necesario, firmando todo lo necesario y recorriendo cada una de las oficinas virtuales y físicas de tu país para que tu plan acontezca según la normalidad que merece. Pero no. De pronto un funcionario te advierte que (ja ja) game over. Tu certificado de nacimiento caducó hace un mes (¿cómo puede ser que caduque? ¿Es que, acaso, voy a volver a nacer en otro sitio?) y, como la rubia anterior, tienes que irte de allí disimulando la lágrima. Todo por haber querido tener los cabos bien atados desde el principio. Ya te vale.

Así que, cual Mónica, tendré que esperar temporada para decir «Sí, quiero» a mi Chandler. Ahora lo entiendo todo, pienso entonces: lo que la comedia de situación quería mostrarnos entre tanto tira y afloja descabellado era sólo una metáfora de la cruda realidad. Que casarse no es sólo un trámite. Que vivir es una chistosa lección de perseverancia.

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