Aquel verano caótico y sublime en Villa Nellcote, la mansión del rocanrol
The Rolling Stones grabaron hace 50 años en Villa Nellcote, en la Costa Azul, parte de su doble álbum ‘Exile on Main St’. La casa pertenece ahora a un oligarca ruso. Los recuerdos permanecen
Nada permite adivinar hoy que, tras esta valla en una calle estrecha junto a una vía del tren entre Niza y Mónaco, se esconde uno de los lugares de leyenda del rocanrol. Solo la placa en la que se lee Villa Nellcote revelará a fans y eruditos que esta es la mansión donde, hace 50 años, The Rolling Stones grabaron su disco doble Exile on Main St.
Aquel verano de 1971 fue caótico y genial en el pueblo costero de Villefranche-sur-Mer y en la península de Cap Ferrat, donde se ubica la mansión. Fueron meses de desenfreno: decenas de personas entrando y saliendo por el augusto portal, delincuentes de los bajos fondos de Marsella mezclados con una jet set de veinteañeros millonarios, noches interminables de grabación en un subterráneo irrespirable durante la canícula estival. La conjunción de desorden y talento alumbró Exile on Main St., quizá el mejor de álbum de los Stones, un inspirado compendio de la música tradicional norteamericana, el blues y el country.
Pero había algo más en aquellas canciones, algo del espíritu de la época, según el periodista Robert Greenfield, quien entrevistó en Villa Nellcote a Keith Richards, guitarrista del combo inglés, y más tarde escribiría varios libros sobre los Stones, entre ellos uno sobre su estancia en la Costa Azul y el clásico Viajando con los Rolling Stones (Anagrama, en castellano). “Puede que fuese el primer álbum que se hizo sobre los años setenta y en los años setenta”, dice Greenfield desde California. “Lo que refleja es la confusión en un mundo que salía de la era hippy y entraba en una era de drogas más duras, de políticas más duras también, un caos distinto del anterior, con menos esperanza y menos optimismo”.
Ahora la editorial Le mot et le reste publica en francés Les Rolling Stones et Nellcote, una historia de la mansión desde su construcción a finales del siglo XIX hasta hoy escrita por el periodista Benoît Jarry y la genealogista Florence Viard. El libro incluye imágenes de Dominique Tarlé, quien vivió medio año en Nellcote y dejó un testimonio íntimo de aquel periodo. La Galérie de l’Instant, de Niza, expone hasta el 19 de septiembre las fotografías de Tarlé y publica La Villa, un catálogo con texto del fotógrafo, uno de los personajes, como Greenfield, del variopinto dramatis personae que desfiló por aquella villa llena de historias que nutrieron la leyenda stoniana.
Una de estas leyendas aseguraba que durante la Segunda Guerra Mundial Villa Nellcote albergó una sede de la Gestapo. “No hay ninguna prueba”, zanja Jarry en una entrevista telefónica. “Los alemanes cerraron la península de Cap Ferrat. Algunas villas fueron ocupadas y sufrieron degradaciones. Pero Nellcote, visiblemente, no. Quizá solo esporádicamente, durante un rato para vigilar la bahía, pero sin duda no más allá”.
Como algunos youtubers millonarios muchos años después, Mick Jagger, Keith Richards y compañía huían del fisco de su país y se “exiliaron” en el sur de Francia. Era la primavera de 1971. Cada uno se instaló en un lugar distinto en la región. Richards, con su pareja, la actriz Anita Pallenberg, y el hijo de ambos, Marlon, alquiló Villa Nellcote, una casa majestuosa con un frondoso jardín, acceso directo al mar y vistas a la bahía. “Me despertaba pensando: ¿esta es mi casa?”, escribe el guitarrista en sus memorias, tituladas Vida (Global Rhythm Press, en castellano). “Había ahí una grandeur merecida después de la cutrez de Gran Bretaña”.
Tarlé, joven fotógrafo que seguía obsesivamente a las estrellas del rock, explica en La Villa que se había enterado del nuevo país de residencia de los Rolling Stones, a quienes conocía, y una mañana se presentó a la puerta de chez Richards. “Almorzamos juntos, como una familia”, recuerda. “Pasé la tarde tomando fotografías y, después de cenar, di las gracias a todo el mundo por aquel momento maravilloso. Pero entonces Keith me dijo: ‘Tu habitación está lista’. Me fui a dormir al piso de arriba y pasé seis meses con ellos”.
Tarlé fue testigo de la vida familiar, con Richards levantándose a las siete de la mañana para dar el desayuno a Marlon, llevarle al zoo de Mónaco o pasear en una barca bautizada con el nombre del medicamento Mandrax. Pronto las cosas se torcieron. Richards cuenta en sus memorias que tuvo un accidente en un circuito de karts y el médico le administró morfina, lo que resucitó, dice, su adicción a la heroína. La vida de familia expatriada saltó en mil pedazos: llegó de Inglaterra el camión con un estudio de grabación móvil y a mediados de junio comenzaron las sesiones de improvisación nocturna.
Greenfield estaba en Cannes, cubriendo el festival de cine para la revista Rolling Stone, y la revista le encargó entrevistar a Richards. Se quedó dos semanas. Al año siguiente cubriría la legendaria gira por Estados Unidos. “Era como estar en la corte del rey Arturo”, recuerda. “Estabas con la aristocracia. El resto no sabía quién eras, pero si estabas con Keith, eras alguien. Y esto mató a mucha gente que quería ser como Keith, vestirse como él, drogarse como él, y ninguno está aquí ya. Yo siempre estaba trabajando y es lo que me mantuvo a salvo. Cuando terminé el trabajo, me marché”.
Un final poco feliz
La estancia de Keith y su tropa en Nellcote acabó de la peor manera. Era otoño cuando alguien entró a robar en la casa y se llevó nueve guitarras y varios saxofones. Otro día se declaró un incendio en la habitación de Anita y Keith. En noviembre, convencidos de que corrían el riesgo de acabar detenidos y juzgados en Francia por asuntos de drogas, pusieron pies en polvorosa dirección a Los Ángeles, donde completarían el disco.
La mansión, por entonces, se había convertido en un foco de consumo y tráfico. En la población vecina, Saint-Jean-Cap-Ferrat, la propietaria de un café junto al puerto, que tenía veintipocos en 1971, dice que algunos jóvenes de la zona se vieron arrastrados por el torbellino. “Causó estragos”, afirma en la misma terraza donde Richards y Anita tomaban pastís, el licor típico marsellés, como se ve en las viejas fotos de Tarlé.
Todo aquello queda lejos ya. Hoy los bañistas que se dirigen a la playa cercana pasan por delante de la mansión indiferentes a lo que se coció allí dentro durante la era dorada del rock. Los actuales propietarios, la familia del oligarca ruso Viktor Rashnikov, han colocado una tela negra en el portal de barras de hierro para preservar la intimidad. Una cámara vigila. Cuando los periodistas llaman al timbre, se enciende una luz y el portalón se abre. Aparece un hombre corpulento y explica que se ocupa de la seguridad, se llama Álex, es rumano y los propietarios están dentro y no desean facilitar el acceso.
En otro momento pasa una mujer dando unos saltos curiosos, corriendo y bailando a la vez mientras en unos altavoces portátiles suena la tonadilla Olé Torero, de Luis Mariano. Tiene 71 años y cuenta que correr y bailar a la vez es su manera de hacer ejercicio. ¿Los Rolling Stones, aquí? No le suena. “Aquí vivió una actriz, creo”, dice. “¿Tina Turner?”.
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