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Viaje al horror del 11-M quince años después

El periodista Carlos Arribas narra cómo vivió los primeros momentos tras el atentado terrorista de 2004 en Atocha, el lugar donde la barbarie se hizo real

Carlos Arribas
Vagones reventados por el atentado del 11 de marzo de 2004 en la madrileña calle Téllez.
Vagones reventados por el atentado del 11 de marzo de 2004 en la madrileña calle Téllez.MANUEL ESCALERA

Aquel 11 de marzo de 2004 no había Twitter ni Whatsapp, pero aunque hubieran existido ninguno de los supervivientes de la matanza terrorista que entonces sacudió Madrid podría haberse lanzado a sus teléfonos móviles para contarle a su gente o al mundo su desgracia. Quienes intentaban simplemente hablar recibían como respuesta un pitido repetido y molesto: saturación de redes. Pocos fueron los que lo intentaron. Muchos tenían en sus manos flojas el teléfono y lo miraban como a un aparato cuya existencia, función o funcionamiento desconocieran.

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Los vecinos que poco a poco fueron acercándose, aturdidos, pocos minutos después de que las explosiones los sacaran de la cama, intentaron ayudarlos, marcar por ellos, preguntándoles a quien querían decir que están vivos. Ellos les devolvían miradas que no comprenden, gestos vagos y algún lamento.

Dicen que la verdadera fachada de las ciudades no es la iluminada y brillante de sus grandes avenidas, sino la que se puede ver desde las vías de los trenes que atraviesan sus barrios. Son las fachadas traseras, las caras feas de los edificios amontonados. Todas las víctimas del 11-M que intentaban aquel día recuperar el alma en el pabellón deportivo de Daoiz y Velarde, junto a la madrileña calle Téllez, entraron por la puerta trasera a una ciudad que no reconocían.

Ayudándose miserablemente unos a otros, saltaron una pequeña tapia de ladrillo medio derruida que separaba las vías y respiraron el aire cargado de cloro, un olor que nunca les abandonará, como el estado de shock en el que entraron para siempre. Son los sobrevivientes. Siempre serán sobrevivientes.

Algunos ramos de flores cuelgan de vez en cuando de las verjas que separan las vías de las calles. Cada vez menos, cada vez más espaciadamente. También los colocan en la tapia de ladrillo, que ya no está medio derruida sino que se eleva alta y orgullosa. Desde el otro lado ya no se ven las vías del cercanías. En el descampado entre la tapia y el pabellón en el que se instalaron hospitales de campaña y por donde pasaron en convoy los cuerpos de las decenas de muertos, hay ahora una pista de pádel y un parque de juegos infantiles. Y muchos rosales y una alameda.

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Los gritos de los niños que dan vueltas en bicicleta compiten en volumen y en alegría con los que llegan rebotados del otro lado de los antiguos cuarteles militares, donde el deporte que practican todos en verano es el de saltar los chorros potentes de la fuente.

Es un mundo feliz en el que la muerte parece imposible y el horror son los monstruos imaginarios que habitan debajo de la cama, en la oscuridad. Dentro de 15 años, los que no se cansan de darle patadas al balón ya trabajarán o estarán terminando la Universidad. Ya conocerán la vida como conocieron el horror aquellos niños que se asomaron hace 15 años a las ventanas de sus dormitorios para ver las vías. Para ver las vidas detenidas en el interior de un tren reventado y la fila de supervivientes caminando en su nube; para oír, lejanos, los lamentos de los heridos.

Aquella mirada sin más les robó un pequeño trozo de su niñez, de su ingenuidad. Aprendieron en un segundo lo que la escuela no les podría enseñar en un siglo, lo que nunca soñaron. Les hizo testigos de la maldad, tan cercana, casi al alcance de su mano, que les robó la vida entera a tantos. Les impuso lo que Primo Levi llamó el deber de memoria. Como escribió el filósofo Reyes Mate, "cuando el horror impensable ocurre, siempre hay que tenerlo presente".

Todos pueden decir que aquello ocurrió, nadie puede olvidarlo. Solo si recordamos daremos justicia a las víctimas y podremos construir una sociedad justa. Todavía hoy, 15 años después, todos los que se asoman al sol que se pone al otro lado se esfuerzan para volver a ver al tren parado para siempre en un sitio tan absurdo. Y llegan a ver una imagen fantasmal entre catenarias, cables, estaciones eléctricas, muros de hormigón que son lienzos para grafiti, un nuevo puente de hierro. La vida de la ciudad que sigue creciendo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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