Las últimas horas de Beatriz, Susana y Valentina
Así eran y así vivían las tres mujeres asesinadas hace una semana. Ninguna había denunciado a su agresor
Unas horas antes de ser asesinada, la enfermera Beatriz Ros colgó en Instagram una foto en blanco y negro en la que sonríe a la cámara junto a la leyenda “la vida es bella” y el emoticono de una sonrisa al revés. Cuenta su tía Ana que ya hacía tiempo que José Jara —el conserje del centro asistencial de Molina de Segura (Murcia) donde trabajaba Beatriz— pretendía a su sobrina, pero que ella solo mantenía con él una relación cordial, en ningún caso una aventura amorosa. La madrugada del domingo, El Jara se coló en el centro y apuñaló a Beatriz hasta matarla. Luego se ahorcó. Beatriz se convertía en la tercera mujer asesinada en apenas 24 horas. Ni ella ni Valentina Chirac ni Susana Galindo —estranguladas por sus maridos en Madrid— habían denunciado maltrato. O no vieron venir el peligro o se habían acostumbrado a vivir con él, resignadas a un infierno de puertas para adentro.
Beatriz se había separado solo unos meses atrás. El martes por la noche, Daniel, que tiene cuatro años, le dijo a su padre: “Papá, ya llevo tres noches durmiendo contigo, mañana quiero dormir con mamá”. Al día siguiente, el abuelo Cayetano, en presencia de la abuela Consuelo y de la tía Ana, le dijo al pequeño Daniel: “Tu mamá ya es la estrella que más brilla en el cielo. Saldremos cada noche a verla brillar”. El niño entendió enseguida el mensaje y lo negó con todas sus fuerzas: “Eso es mentira, mi madre no está muerta. Si no coge el teléfono es que estará trabajando”.
Y era verdad que la enfermera Beatriz Ros, de 31 años, estaba trabajando cuando la mataron. Cubría el turno de noche en Astrade, un centro para la atención de personas con autismo, cuando José Jara, el conserje, de 48 años, casado y padre de un niño de 10, se coló a las cuatro de la madrugada del domingo en las instalaciones y la asesinó con un cuchillo de caza, una puñalada tras otra hasta cumplir el juramento que había hecho a unos amigos algunos días antes: “Beatriz será mía o de nadie”. Alcanzado el objetivo, El Jara se ahorcó.
Se da la circunstancia de que ni la enfermera ni las otras dos mujeres asesinadas durante el fin de semana, Valentina Chirac, asfixiada la madrugada del sábado en Collado Villalba (Madrid), y Susana Galindo, estrangulada por su marido en el distrito madrileño de Ciudad Lineal, habían denunciado maltrato.
“Jamás escuchamos un grito, y eso que estos tabiques son de papel”, asegura Amparo, la vecina del 1º E del número 27 de la calle Vicente Espinel, justo enfrente del piso que compartían Susana Galindo, de 55 años, y Jesús Rego, de 61, quien sobre las 22.00 horas del sábado marcó el teléfono de la policía y dijo:
—He ahogado a mi mujer en la bañera.
El inspector de policía que estaba de guardia envió enseguida un patrullero, que llegó a la par que una ambulancia del Samur. “Cuando subimos al piso” —explica— “nos encontramos la puerta entreabierta, y al hombre sentado en el suelo del pasillo, lleno de sangre. Se había hecho dos heridas, una en el pecho y la otra en el abdomen, muy aparatosas pero superficiales, desde luego no suficientes para quitarse la vida. Lo extraño es que la mujer no estaba en la bañera, sino tendida en la cama, boca arriba y con las piernas colgando, muerta. La había estrangulado. No sabemos por qué nos dijo que la había ahogado en la bañera”.
Una vez cometido el crimen, Jesús Rego, contable prejubilado de la empresa de autobuses Alsa, se encerró en el silencio. La misma táctica de José Arellano, el marido y presunto autor de la muerte de Valentina Chirac. También él llamó a la policía el pasado sábado al mediodía, pero su objetivo era más enrevesado. A las 12.19 Arellano, de 43 años, dueño de una empresa de reparación de turbocompresores, telefoneó al 112 y pidió auxilio:
—Han entrado a robar en mi chalé. Estoy en la puerta y oigo ruido dentro. Creo que los ladrones están todavía aquí.
Una patrulla de la Guardia Civil y otra de la Policía Local de Collado Villalba se presentaron en el número 9 de Puerto de Canencia, una calle a medio asfaltar en una encrucijada de naves industriales, la autovía de A Coruña, el monte y una pensión destartalada. El propietario estaba en la puerta. Su actitud y la versión apresurada de los hechos —“salí a las nueve de la mañana a pasear en moto y al llegar me encontré con los ladrones dentro, tal vez hayan matado a mi mujer”— escamaron desde el principio a los agentes. Al entrar en el chalé de ladrillo rojo se encontraron a su esposa, Valentina Chirac, una rumana de 37 años con la que se casó en 2014, amordazada y maniatada con cinta americana y una bolsa de plástico en la cabeza. El mando de la Guardia Civil responsable de la investigación asegura que desde el principio sospechó de Arellano, pero que no ordenó su detención hasta que, un día después del crimen, el forense pudo determinar que la mujer fue asfixiada entre las cuatro y las seis de la madrugada del sábado. Para esa hora José no tiene coartada. Se encontraba a solas con Valentina en el chalé. La hija de ambos, de seis años de edad, estaba en casa de unos amigos. Al igual que el asesino de Ciudad Lineal, José Arellano se ha negado a declarar.
Cayetano Ros, el padre de Beatriz, está sentado en el sofá de su casa en Molina de Segura, de donde fue durante ocho años concejal de Urbanismo por el Partido Popular (PP). Tras su jubilación, se convirtió —“junto a un funcionario municipal de izquierdas”— en un pionero de la dación en pago para evitar los desahucios y en colaborador de Cáritas. Tiene el teléfono móvil en la mano. Lo enciende a cada instante para ver las fotos de su hija tomadas el mismo sábado, apenas unas horas antes del asesinato: “Mire qué guapa estaba, qué contenta. Esta foto de la serpiente se la hizo en el parque Río Safari. Luego llegó, nos dejó a Daniel y se fue a trabajar, porque tenía turno de noche”.
La tía Ana —apenas siete años mayor que Beatriz y una de sus mejores amigas— dice que ese mismo domingo tenían previsto irse juntas a una playa apartada para tomar el sol a gusto. De hecho, en las fotografías del registro efectuado por la policía en el lugar del crimen y del suicidio —José Jara se ahorcó en la misma entrada del centro Astrade, después de intentarlo en varias ocasiones— se puede observar el maletero abierto del coche de Beatriz con las sillas y la nevera de playa. Por si quedara duda de su estado de ánimo, unas horas antes de ser asesinada, la joven enfermera colgó en Instagram la foto en blanco y negro en la que se la ve sonriendo junto a la leyenda “la vida es bella”. Cuenta la tía Ana que ya hacía tiempo que El Jara —así lo llamaban en Beniel, el municipio de la huerta de Murcia donde vivía junto a su esposa y su hijo— se había obsesionado con Beatriz, pero que jamás se le pasó por la cabeza que podría recurrir a la violencia. “Unas noches antes del crimen”, explica Ana Serrano, “estábamos juntas cuando le llegó al móvil un mensaje de WhatsApp. Beatriz lo apartó con gesto de fastidio y dijo: “Otra vez el pesado este…” El Jara le mandaba flores, mensajes, incluso una carta de amor que descubrió el marido de Beatriz y que provocó una bronca entre ellos. Pero ella nunca se lo tomó en serio ni por supuesto le correspondió. Tal vez viendo que nunca iba a ser suya y que, tras la separación, ella podría rehacer su vida con otra persona, decidió matarla”.
Nadie se acordó de avisar a su madre
A media tarde del pasado domingo, una mujer mayor llama a la policía para denunciar que a su hija la han secuestrado o le ha pasado algo grave porque no ha venido a verla como es su costumbre. Un patrullero del Cuerpo Nacional de Policía acude a su casa para comprobar la denuncia.
Los agentes preguntan a la anciana el nombre y la dirección de su hija. Uno de ellos, que había intervenido el sábado en el crimen de Ciudad Lineal, se percata enseguida de que la hija de aquella mujer es Susana Galindo, asesinada por su marido en el número 27 de la calle Vicente Espinel. Nadie le había avisado.
El asesinato de Susana Galindo les ha servido a los vecinos para darse cuenta de lo poco que la conocían, de lo poco que se conocen entre ellos. Las preguntas más sencillas formuladas en el vecindario o en la peluquería de Montse demuestran que nadie sabía a qué se dedicaba —era profesora de Reiki y había trabajado en la dirección provincial de Tráfico—; ni dónde vivía su madre; ni siquiera, qué suerte corrieron los dos gatos de los que presumía en su perfil de Facebook. “Si no sabíamos ni siquiera eso”, se preguntan ahora los vecinos, “¿cómo íbamos a saber si su marido la maltrataba?”.
Cayetano Ros utiliza una frase para intentar explicarse el asesinato de su hija: “Él se encaprichó de ella”. Y tal vez sea en esa expresión, encapricharse, aplicada a una mujer, donde esté encerrado todo el veneno heredado del machismo. Él se “encaprichó” de ella como si fuera un objeto que se puede poseer sea como sea, por las buenas o por las malas, comprándolo o robándolo. Dice el jefe de policía que la noche del crimen de Susana estaba de guardia en Ciudad Lineal que, a pesar de las tres mujeres muertas en solo 24 horas, el pasado fin de semana no supone desgraciadamente un caso extraño. “Entre el Jueves y el Viernes Santo pasado”, explica, “tuvimos que intervenir en nueve casos de maltrato. ¡Solo en el distrito de Ciudad de Lineal! Pues bien, de los nueve, solo dos mujeres denunciaron".
Unas por unos motivos y otras por otros —unas por miedo a las represalias, otras por dependencia emocional del maltratador, algunas por sus hijos—, pero el caso es que siete de las nueve mujeres, a pesar de tener la cara echa un cuadro y moratones por todo el cuerpo, decidieron no denunciar y volverse a casa. El policía se desespera: “Todo está basado en la denuncia. Se insiste en que las mujeres deben denunciar, ¿pero de verdad no podemos hacer nada por las mujeres que no denuncian aún sabiendo que las van a matar?”. Pone dos ejemplos. El de una joven española de 17 años a la que su novio, más o menos de la misma edad, propinó una paliza en la calle: “Lo detuvimos, pero la chica no quiso denunciar porque nos dijo que lo quería mucho. Tuvimos que buscar en el extranjero al padre de ella para que pusiera la denuncia. ¿Qué está pasando para que una chica joven no denuncie a su maltratador?” El otro caso es el de una mujer rumana a la que su marido breaba a palos y que se presentó en comisaría hace unas semanas: “Nos preguntó qué le sucedería a su marido si ella le denunciaba. Le respondimos que iríamos enseguida a detenerlo. Entonces se puso a llorar y a llorar y dijo que no. No hubo manera de convencerla”.
Dos rosas mustias
Los padres, la esposa y el hijo del asesino de Beatriz viven en Beniel. A las cinco de la tarde del miércoles, una antigua compañera de colegio de José Jara explica en voz baja: “No le puedo decir nada malo de José. Ya sé lo que ha hecho, pero no nos cabe en la cabeza. Era una persona excelente, educada, igual que toda su familia. Su madre vive ahí —y señala un balcón con las persianas echadas junto a un locutorio telefónico— y su mujer junto al cuartel de la Guardia Civil. No quiero pensar lo que estará pasando por la cabeza de su hijo. El domingo vino un equipo de psicólogos y le explicó la verdad de lo sucedido. El niño quiso ver al padre en el tanatorio antes de que lo incineraran”.
Llama la atención que ni en el bloque de Ciudad Lineal ni tampoco en la calle sin salida de Collado Villalba se perciba —solo cuatro días después de crímenes tan brutales contra mujeres indefensas— una verdadera conmoción por lo sucedido. Apenas dos rosas mustias junto a las puertas precintadas por la policía. Como si se tratara de asuntos privados. Como si el reguero de mujeres muertas se hubiese convertido en un asunto cotidiano. En la puerta del chalé de Collado Villalba unas activistas por el derecho de los animales discuten con una pareja de la Guardia Civil para que les dejen romper el precinto y rescatar al gato y las gallinas de la familia Arellano-Chirac. “¡Cómo se muera el gato os vais a enterar!”, los amenazan. En el bloque de Ciudad Lineal hay vecinos que ya han caído en la cuenta de que, con Susana muerta y Jesús en prisión, “¿quién va a pagar la comunidad?”.
La tragedia de las mujeres asesinadas el pasado fin de semana —tres en apenas 24 horas— y de las 27 desde principios de año se multiplica hasta convertirse en un dolor que se multiplica sin parar al añadírsele el drama del hijo que se quedó sin madre, de la hija que perdió a la suya porque su padre se convirtió en asesino, de los padres de las hijas que mueren y de las madres de los hijos que matan. Y subrayándolo todo la pregunta impotente de un policía de barrio harto de ver el miedo en el rostro de las mujeres apaleadas: “¿De verdad que no podemos hacer nada para que no sigan muriendo?”.
27 asesinadas y solo cuatro denuncias
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