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Una tarea que exige el máximo apoyo

Las propuestas para enmendar la ley fundamental sufren frenos constantes. Los expertos tienen más clara la necesidad de hacerlo que algunos partidos

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en el 38 aniversario de la Constitución.
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en el 38 aniversario de la Constitución.Chema Moya (EFE)
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Condenado a empujar eternamente una pesada roca hasta lo alto de la montaña, que luego se derrumbaba y le obligaba a empezar otra vez, Sísifo fue castigado a mantenerse ocupado para no darle ocasión a urdir otros planes. Algo de eso han sufrido hasta ahora los defensores de la reforma constitucional. Ya no estamos en los tiempos en que una clase política llena de vigor se puso a la tarea de redactar la ley fundamental, a finales de los años setenta; cuando un joven Felipe González lanzaba aquello de “las Cortes se bastan y se sobran para dotar a España de una Constitución”, frente a las precauciones de quienes preferían una comisión restringida.

Al contrario. El ambiente se ha llenado de advertencias sombrías y de reservas sobre las consecuencias de poner en marcha cambios en la Ley Fundamental, reiteradas por el propio Mariano Rajoy. Solo faltaba la catástrofe de Matteo Renzi en la consulta constitucional italiana para proporcionar otra excusa al PP.

La postura de este partido es muy relevante. No puede impedir iniciativas de reforma promovidas por otros, pero sí posee la primera de las llaves necesarias para aprobarlas. Más allá de que es políticamente imposible marginar al partido más votado, los populares controlan el Senado. Hace falta una mayoría absoluta de esta Cámara para dar curso a cualquier reforma constitucional, y solo el PP tiene ese quorum en esta legislatura.

Otras llaves se encuentran en poder del PSOE y de Unidos Podemos que, sin contar con diputados suficientes como para bloquear iniciativas de reforma, sí los tienen para exigir un referéndum. La consulta en las urnas, obligada en caso de que la reforma afecte a las partes “especialmente protegidas” del texto constitucional, solo es facultativa en caso de que los cambios no afecten a los problemas difíciles del título preliminar (nación o soberanía, entre otros), a los derechos fundamentales y a la Monarquía.

En realidad, introducir cambios en la Ley Fundamental remite a la necesidad de anteponer los acuerdos políticos al despliegue de proyectos de articulado. “Hay que atraer a los extremos a la mesa de negociaciones”, recomienda Xavier Arbós, catedrático de Constitucional en Barcelona. Tanto Podemos como los independentistas “deberían recibir la invitación de participar como las demás fuerzas políticas. Si ellos quieren levantarse de la mesa, que lo hagan, pero no hay que excluirles de antemano”.

En el mundo académico bullen las ideas de reforma constitucional, pero falta el impulso político para iniciar la revisión. No hay duda de que la mayor dificultad de cualquier proyecto de reforma ha sido y es el artículo 2 de la Constitución que, a fuer de proclamar “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, reconoce y garantiza el derecho a la autonomía “de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.

La mayor autoridad española en derecho constitucional, Francisco Rubio Llorente, recientemente desaparecido, sostenía que no hay necesidad de reformar ese artículo si se sacan otras consecuencias implícitas en él. En su día, los pactos del PP y del PSOE decidieron un desarrollo del artículo 2 favorable al máximo techo competencial para todas las comunidades, si bien “se podría seguir una senda diferente sin reformarlo”, dejó dicho Rubio Llorente en EL PAÍS (20-02-2013). Eso es lo que ha mantenido la tensión con Cataluña y el País Vasco, “el problema sin resolver que, además, no sabemos cómo resolver”.

Miguel Herrero de Miñón, uno de los siete ponentes de la Constitución, es uno de los defensores de salvar el problema reconociendo la singularidad de Cataluña con una disposición adicional al texto constitucional. Una propuesta muy respetable, según Xavier Arbós, quien cree, sin embargo, que al independentismo catalán ya no le vale y solo quiere pactar un referéndum de independencia, “que además pretende llevar a cabo, tanto si se acuerda como si no”.

Tocar los derechos fundamentales también está cargado de consecuencias (disolución de las Cortes, nuevas elecciones, consulta popular forzosa). Ahí entrarían las ideas de la izquierda política para acentuar el laicismo del Estado (ahora solo aconfesional) o constitucionalizar el derecho a la salud al mismo nivel que el ya consagrado al derecho a la educación.

Y más allá de posibles debates sobre monarquía o república, permanece el problema de la prevalencia del hombre sobre la mujer en la sucesión de la Corona (artículo 57). Una contradicción flagrante con la igualdad de los españoles ante la ley (artículo 14), cuya solución necesitaría tocar la Constitución por el procedimiento más duro.

En cambio, la reforma del Senado es de las que no exigen formalidades tan difíciles. La opinión de que se trata de una Cámara redundante y superflua viene de lejos, dado su carácter subalterno del Congreso —excepto en casos como la reforma constitucional—. Muy radical en este aspecto, Ciudadanos sugiere cerrar el Senado si no se dedica a los asuntos territoriales. La izquierda política y algunos expertos sugieren transformarlo en un Bundesrat, la Cámara donde se reúnen los representantes de los Länder (Estados federados) de Alemania. Un Senado de este tipo ya no sería elegido en las urnas, al convertirse sus escaños en lugar de encuentro y votación de los Gobiernos de las autonomías (u otras posibles entidades federales).

Y no hay que perder de vista lo que ha sucedido durante el bloqueo político de 2016, como señala la catedrática Yolanda Gómez (ver artículo adjunto). Lo que realmente ha puesto de relieve son las clamorosas lagunas en la regulación de la investidura del jefe del Gobierno. La Constitución ni fija plazos para que el Rey proponga al candidato, ni tampoco para que este pida la confianza de la Cámara, con los consiguientes retrasos. Paradójicamente, una Constitución que deja todo eso al azar sí establece un plazo perentorio (dos meses) para repetir las elecciones cuando fracasan las investiduras. La exigencia es perversa, porque los partidos tienen poco interés en negociar si saben que pueden enfrentarse enseguida a nuevas elecciones.

Otros temas —la eliminación de la provincia como distrito electoral o la exigencia de Ciudadanos para suprimir los aforamientos de diputados y senadores— se pueden abordar sin necesidad de utilizar el procedimiento más duro (disolución de las Cortes, referéndum forzoso).

No hay duda de que hay materia para revisar la Constitución sin recurrir a teatrales procesos constituyentes. Lo que falta es voluntad política para hacerlo, antes que dejarse llevar hacia una crisis mayor por falta de reformas.

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