El aventurero que acabó en La Moncloa
El jefe de la que será la campaña clave de Rajoy, ha trabajado en las bambalinas con tres presidentes
Su destino se encarriló el 3 de julio de 1995. Lo negoció ya con todas sus artes en el mercado de esclavos de la carrera diplomática —aquel en el que los jóvenes diplomáticos se reparten los destinos— y acabó en La Moncloa. Así pasó de los sueños juveniles de exóticas aventuras y de motos a manejar los oscuros resortes de tres presidentes del Gobierno. Al joven catalán Jorge Moragas Sánchez (Barcelona, 50 años) le llamó la diplomacia, el poder y la acción. Si puede ser desde la sombra, pero que se note un poco, por coquetería. Esas tres premisas han dirigido hasta ahora la espectacular carrera del alter ego de Mariano Rajoy desde hace 12 años y su jefe de gabinete en el actual Gobierno. Él es el responsable en el que Rajoy ha depositado el mando casi único en el PP para diseñar su campaña clave, con la que aspira a repetir triunfo en las próximas elecciones generales.
Jorge Moragas quería ser diplomático para viajar, vivir en el extranjero, salir de la Barcelona que le oprimía y encerraba en un gueto muy particular a finales de los años ochenta y emprender un futuro lleno de negociaciones secretas, contactos con las filas enemigas, encuentros nocturnos muy peliculeros y cumbres con mandatarios de todo tipo de países. La ideología, en aquellos momentos, era lo de menos. La meta era otra.
Vivió casi dos años en Francia y EE UU perfeccionando el inglés y el francés, y con 27 años dejó su ciudad, las diez motos de todo tipo de cilindradas que recorrieron su juventud y adolescencia (la primera Montesa Cota 25, a los siete años), las carreras más o menos aficionadas, las escapadas locas por Marruecos y un futuro solvente y apacible en la empresa familiar de rehabilitación de masías Rustic Corner en El Ampurdá. En 1992 viajó a Madrid para encerrarse tres años en un colegio mayor, empollar, suspender y sacar finalmente la oposición que le abriría las puertas de su plan para proporcionarse un sustento digno, despreocuparse del sueldo y vivir peligrosamente por escenarios lejanos.
Todo salió casi según lo previsto pero el paraíso, al final, estaba en La Moncloa. En sus jardines, en sus despachos y en sus moquetas. Aquel año de 1995, además, se presentaron 500 candidatos en la Escuela Diplomática; había solo 14 plazas y Moragas sacó en principio el séptimo puesto, que bajó al undécimo por una tesina mal preparada. En su ambicioso y ensoñado futuro se cruzó ese curso Cándido Creis. El ahora cónsul general en Miami, jefe de protocolo del Rey hasta abril, fue el número dos de aquella promoción y tenía reservado en la distribución de destinos de los diplomáticos un puesto de consejero de protocolo en La Moncloa. Gobernaba España el socialista Felipe González y estaba en juego pergeñar la presidencia española de la Unión Europea.
Moragas entendía que ese era su lugar en el mundo y tenía camelado al entonces máximo responsable en La Moncloa del servicio de protocolo, Raimundo Pérez Hernández. Pero ese nivel no le tocaba por nota y no se podía dar a dedo. Así lo determinó también la directora de la Escuela Diplomática, pese a las presiones. Moragas no se amilanó, desplegó sus encantos y convenció primero a Creis y luego a los otros compañeros que le precedían. Y obtuvo el cargo. Creis se fue a La Zarzuela.
La Moncloa resultó Ítaca. Empezó desde abajo, como consejero de protocolo, y lo hizo bien en el traspaso de González a José María Aznar. De hecho, fue él el funcionario del Estado que le fue a buscar a su casa en La Moraleja para llevarle al palacio, y se topó en bata en la puerta con Ana Botella, que le invitó a un café. Luego viajó con Aznar en el coche ya oficial a La Zarzuela y le enseñó con Miguel Gil, el exjefe de gabinete de González, las llamas de Inocencio Arias y los bonsais y las habitaciones del recinto. Gil le comentó a Aznar que ahí tenía a Jordi Moragas para lo que quisiera. Y Aznar respondió: “¿Quién es Jordi?”. No le había dirigido la palabra en todo el camino. Luego se entendió y comprendió perfectamente con el presidente Aznar.
Viaje a Marruecos
Cuando ya tenía su primera mudanza lista para la embajada en Luanda, la capital de Angola, le encargaron el primer viaje del presidente Aznar a Marruecos y lo bordó en uno de sus países de referencia. Javier Zarzalejos, entonces secretario general de Presidencia y ahora en la fundación FAES, le ascendió y le utilizó para todo. “Era un tipo activo, práctico, conocía bien todos los departamentos en ese mundo complejo de La Moncloa, era organizado y le gustaba la política”, recuerdan sus jefes de entonces.
Un compañero de carrera y también en el partido alaba los mismos rasgos y profundiza: “Tiene mucha inteligencia emocional y racional, es divertido pero prudente, muy organizado y trabajador”. En sus despachos, en el Gobierno y el PP, ha extendido una pizarra gigante de Vileda para puntear todos los actos de Rajoy con varios meses de antelación. La del PP se la ha vuelto a encontrar ahora en la séptima planta, aún sin borrar, desde 2011. Otro competidor interno matiza: “Es muy ambicioso y le gustan demasiado las fotos”.
Moragas progresa, se casa, tiene dos hijas ya adolescentes, viaja con Aznar por todo el mundo, se mete en todos los saraos, se hace imprescindible para conciliar los bandos monclovitas que rodean al presidente y ofrece una imagen de joven preparado, simpático, con mochila e idiomas, que complementa las carencias del líder del PP. En la campaña de 2000 trabaja para Aznar y sus gabineteros en la célula de propaganda y mensajes Barton Fink, en homenaje a los hermanos Coen, y coge experiencia. Se había imaginado de director de cine o embajador, pero descubre que desde un despacho bien situado de la Ciudad Universitaria de Madrid (donde está La Moncloa) se puede influir en todo.
En 2002 entra en la política del partido. Aznar le ofrece coordinar el área de Relaciones Internacionales del PP y allí conoce a Mariano Rajoy. Se lo gana también. Le presenta a todos los dirigentes internacionales y le arropa, con vídeos e ideas novedosas, en las duras derrotas en las urnas de 2004 y 2008, y luego en la victoria de 2011. De nuevo en La Moncloa. Esta vez retorna por arriba. Como jefe. Y ahora tiene el mando de casi todo y la confianza del candidato, que le trata con “el afecto, la firmeza y la bondad de un segundo padre”. Moragas ya no da consejos sino órdenes. Vive excitado y un poco acogotado.
El País Vasco y el descubrimiento de la política nacional
Había muy poco interés o curiosidad personal e ideológica por la política nacional en la juventud y la etapa universitaria de Jorge Moragas en Barcelona. Sí notaba cierta opresión en el ambiente que no le gustaba, pese a las apariencias externas de modernidad que se publicitaban de su ciudad natal. Pero ya entonces leía las secciones de información internacional de La Vanguardia y EL PAÍS y los grandes diarios anglosajones y estadounidenses. Luego, cuando se enfangó en La Moncloa, tampoco se entusiasmó demasiado por la política española. Le interesaba el poder.
El picotazo lo recibió en 1998, durante la tregua de ETA, cuando su jefe, Javier Zarzalejos, fue designado por el presidente José María Aznar como negociador con la banda terrorista y Moragas le cubrió durante un largo tiempo las espaldas en todo. En aquella época participó en muchas reuniones también con los responsables del Ministerio del Interior. Cuando se rompió otra vez la paz y volvieron los asesinatos, Moragas y su esposa acababan de tener a sus dos hijas y coincidió que tuvo que viajar bastante al País Vasco y asistió a varios entierros de compañeros del partido. “Aquel comportamiento de los concejales del PP y del PSE en el País Vasco le politizó y reconcilió con la política nacional”, sostiene una fuente de su entorno.
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