España acomplejada
La clase política y la sociedad civil españolas deben tener esperanza en el nuevo Rey
Cuando uno aterriza en España después de pasar un tiempo fuera, sobre todo si lo hace en Madrid, lo primero que llama la atención es la impaciencia de unos españoles que parecen siempre enfadados. La gente te empuja con la mirada en la fila de los pasaportes o ante la cajera del supermercado para adelantar y tratar de distinguirse de una masa idéntica a uno mismo y que probablemente constituya una de las sociedades más homogéneas del mundo. Sorprende que esto no se vea como una ventaja, como sorprenden los malos modos y la aspereza de trato y lenguaje entre iguales cuando las cosas, los servicios, funcionan razonablemente bien, mejor que en muchos países de Europa y sin comparación con América Latina.
Será porque los actuales españoles duermen poco o porque carecen de hobbies, pero la impaciencia y el enfado así como el abuso de palabrotas –sin distinción de clases sociales- se han convertido en los rasgos esenciales con las que nos caricaturizan ahí fuera. Y con bastante gracia por cierto. Como me dijo un amigo venezolano escritor, “el Cid ya debió dejar Burgos y partir para el exilio cagándose en su estampa”.
Las modas son siempre masivas en nuestro país y la preocupación por el qué dirán viene ya desde el Siglo de Oro. El propio refranero está lleno de incitaciones a la mediocridad, a no destacar, a no meterse en líos, a no salir crucificado. Expresar una idea, dar una opinión, parecen aquí deportes de riesgo. Así como la educación anglosajona entrena para no mostrar sentimientos, a los españoles se les enseña a no disentir, no vaya a ser que….
El viejo “qué dirán”, vigorizado por la moderna corrección política, suele conducir a la frustración, a la frivolidad y al tremendismo, a un complejo sin causa, a medirse con un estándar de perfección frecuentemente imaginario, pero que al parecer existe en cuanto se cruzan los Pirineos.
Sin embargo, los ejemplos de justamente lo contrario sobran. Desde el funcionamiento de las sucursales bancarias a la puntualidad de los trenes pasando por la proclamación del nuevo rey constitucional, un espectáculo sobrio y emotivo, sin la pompa y ceremonia ni la cursilería de otras monarquías europeas. Con normalidad, más aún, con naturalidad, Felipe VI ha prometido ejemplaridad, consciente de que ocupa un puesto que se tiene que ganar. No es algo tan habitual entre los jefes de Estado y sí un buen principio. Ahora solo falta que la clase política y la sociedad civil españolas le den una oportunidad a la esperanza, tengan paciencia y articulen un nuevo lenguaje más amable y más sincero.
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