La presidenta que no logró dirigir España
Aguirre sale indemne de dos oscuros episodios: el ‘tamayazo’ y el caso Gürtel
Esperanza Aguirre (Madrid, 1952) es, ante todo, un animal político y una superviviente de los círculos de poder. Una mujer que lleva casi 30 años en cargos de primera línea, desde que en 1983 fuera elegida edil del Ayuntamiento de Madrid, hasta que ayer, de forma inesperada, anunció que deja la presidencia madrileña y el escaño en la Asamblea autonómica por “motivos personales”.
Con un gran sentido de la oportunidad política, mucho carácter, cierta prepotencia o, si se quiere, chulería madrileña de la que ella hace gala, Aguirre es una política de gran capacidad y genuina: nunca ha buscado agradar a todos, consciente de que se debía al ala más a la derecha del PP, a la que se ha dirigido sin complejos. Y, por tanto, ha dirigido un discurso de manual contra todo lo que su olfato le indicaba que podía agradar a sus partidarios. Incluidos los dirigentes de su partido que consideraba blandos.
Por eso, es también una figura sin la cual no se entiende la historia reciente del PP. Hasta el punto de que uno de sus más directos rivales, el presidente Mariano Rajoy, admitió ayer que Aguirre quedará “como uno de los grandes activos” de su partido. No solo por el pulso que ella propició en el congreso de 2008 y que llevó a Rajoy a sacar a todos sus rivales del aparato para restarles capacidad de maniobra. También porque las políticas que Aguirre ha impulsado en Madrid durante años fueron el caldo de cultivo para los recortes del Gobierno.
Aguirre ha sido edil de Gobierno en la capital, ministra, senadora, la primera mujer en presidir el Senado, diputada autonómica, una de las pocas mujeres al frente de una comunidad (tres legislaturas seguidas) y de la más importante circunscripción de su partido, que ha dirigido con mano férrea casi 10 años. Los madrileños la recordarán por haber sido la artífice del reciclado de basuras de la capital, por apuntarse a llevar el metro al último rincón y, sobre todo, por su capacidad para hacer parecer que invertía en el servicio público, mientras desmantelaba un sistema sanitario y educativo que funcionaba muy bien, para crear un gran mercado privado paralelo que antes no existía en la misma dimensión.
Una superviviente y un animal político que, sin embargo, ha decidido retirarse, antes de culminar un sueño no confesado en público: el de convertirse en la primera presidenta del Gobierno de España. De ahí que muchos vean hoy sombras en esta decisión.
En una de las escasas entrevistas que Aguirre ha concedido a EL PAÍS, se le preguntó si entre sus ambiciones figuraba la de ser presidenta del Gobierno. Su respuesta es un buen retrato de su idiosincrasia: “¡Qué preguntita! Es que no puedo contestar esa pregunta, porque si digo que no, pues... Y si digo que sí, pues... Es como el obispo aquél que se bajaba del avión en Nueva York y le decían: ‘¿Qué piensa usted de las prostitutas?’ Todo para poner un titular: ‘El obispo, nada más bajarse del avión, preguntó qué pasaba con las prostitutas”.
Con esta capacidad innata para controlar su imagen, y su habilidad para sortear la difícil trastienda de los partidos políticos, Aguirre ha demostrado ser una superviviente. Estos días se hablará del temple con el que se mostró nada más sufrir el accidente de helicóptero de diciembre de 2005 junto a Rajoy, o de la suerte de que saliera ilesa de un atentado en Bombay (India) en noviembre de 2008. Pero la verdadera habilidad de Aguirre la ha demostrado al salir indemne de dos de los episodios más sórdidos, que le tocaron muy de cerca: el tamayazo, cuando dos diputados socialistas cambiaron su voto para impedir la investidura del candidato de su partido, Rafael Simancas, y el caso Gürtel, que hundió a uno de sus hombres de confianza, Alberto López Viejo, responsable de sus actos públicos y su campaña electoral, hoy judicialmente imputado.
Aguirre se marcha ahora dejando una comunidad más endeudada, con nula capacidad inversora, envuelta en la polémica de Eurovegas, en manos de su poco carismático número dos, Ignacio González, pero sin una oposición fuerte que le haga sombra. Y deja un espacio vacío en la política española, donde el presidente Rajoy, en sus momentos más bajos, se queda con una contestación interna ya sin rostro, pero colocada en el ala más dura del PP.
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