La infancia de... Alfredo Pérez Rubalcaba
El chico que ahora dirige a los socialistas españoles crio su fantasía leyendo a Enid Blyton
El cura le preguntó a aquel niño, Alfredo Pérez Rubalcaba, cuando este llegó de párvulos al colegio del Pilar:
—¿Cuántas plumas tiene una gallina?
Alfredo respondió enseguida, y el cura esbozó media sonrisa. “Este muchacho...”. Rubalcaba se acuerda muy bien de ese cura, que iba de paisano y le dio una colleja cariñosa. “Pasa”. Él tenía siete años, y ese momento marca el comienzo de su infancia fuera de casa.
En casa los recuerdos son imágenes. La gorra del padre, piloto de miles de horas. Los largos veraneos en El Escorial. En el colegio, esa pregunta sobre las plumas de las gallinas, el fútbol en el patio.
Corría como un loco, como si huyera. Siempre corría. Llegaba a la casa exhausto. “¡Me persiguen las avispas!”. La madre lo contaba, riéndose. Cuanta menos distancia, pero más rápidamente, mejor. Conoció el dolor muy tarde, en la facultad. Ahí se hizo adulto, cuando supo, en medio de una clase de química, que un compañero suyo, Enrique Ruano, había sido asesinado por la policía durante un interrogatorio.
El colegio fue una especie de claustro materno, y volvía al claustro materno de verdad enseguida, rompiéndose el cuerpo (“y sobre todo el culo”) a base de velocidad. Ahí, en ese paréntesis largo que constituyó la infancia, Alfredito (en casa, cinco hermanos; la madre, Dolores; el padre era el único Alfredo) fue inmensamente feliz, y se sintió amparado, era un niño al que la vida le evitaba cualquier riesgo.
No guardo las fotos. Les tengo alergia. No me gustan. Excepto esa foto en el colegio con Gento
Cuando conoció la muerte fue en ese momento, cuando el 17 de enero matan a Ruano, un militante antifranquista, “y eso te desbarata para siempre la infancia”. Había dejado ya la religión, tanto que aquellos curas liberales que llevaban traje oscuro le perdonaban la misa. Ese asesinato partió su vida en dos; atrás quedó el niño. “Te intentaban engañar: se ha tirado por la ventana. Preguntas y terminas sabiendo: lo tiraron por la ventana”. Lo veía en el colegio, era una figura de esa infancia prolongada. “Era mi horizonte, hacia atrás, y cuando ya no lo tienes, cuando lo desbaratan, entonces empiezas a correr hacia delante. Se acabó el niño”.
Era como si en ese instante, ya adulto, en la facultad, aquel niño nacido en 1951 de una familia de clase media con posibles, se acabara de veras el colegio. “Aunque ya era progresista, entre comillas, no tenía una clara definición política, y aquello fue definitivo para mí”. De repente, el chico que huía de las avispas se encontró con la dictadura, con la policía política, y ya supo qué era correr por motivos distintos de los que le hacían reír a su madre.
Supo qué era la mentira también entonces, y esa fue otra señal de que se hacía mayor. “Cuando mataron a Enrique contaron que era un comunista que se vio asediado y que se tiró por la ventana de la comisaría. Todo era mentira. La persecución, la tortura y la muerte eran lo de dentro de la dictadura, y lo de fuera era la mentira. No se privaban de nada”.
Al colegio llegó “desde parvulitos”, y entró en esa señal de la élite madrileña después de haber respondido a la pregunta de las plumas. “Yo me acuerdo de pocas cosas, pero de esa pregunta, y de mi respuesta, no me olvido jamás”. Y el segundo recuerdo es la salida al primer recreo; esa es su Magdalena de Proust. “Los demás niños de párvulos ya se conocían y los nuevos éramos tres o cuatro. Salimos al patio, era un día de octubre, hacía sol, y se montó un partido de fútbol. Yo me quedé en la tapia, apoyado, porque no conocía a nadie. Y ese primer recuerdo infantil de ese día es cómo le gritaban a otro niño desgarbado: ‘¡Pasa, Lisa, pasa, Lisa!’. Lisa era Jaime Lissavetzky. Jaime era un chupón espectacular y le gritaban eso”. Es su amigo desde entonces. En los dedos de una mano le caben los amigos. ¿Qué haría por él? “Todo, lo haría todo”.
El tiempo más feliz. Y el instante más feliz de todos para uno que se hizo madridista cuando aún ni hablaba fue el día en que Paco Gento, el mejor extremo de la historia del Real Madrid, fue a entregarles un trofeo. “No guardo ni veo nunca las fotos, les tengo alergia. No me gustan. Excepto esa foto en el colegio con Gento”. Él está a su lado, “con el pelo que entonces tenía”, y el extremo sonríe. Gento no sabe que ese es el recuerdo más duradero y más hondo de su vida de muchacho que corre.
El padre era parco y rígido, la madre era más permisiva, “así que nosotros estábamos deseando que lo mandaran a Río de Janeiro o a Nueva York”. Miles de horas hizo el padre al frente de los aviones de Iberia. Nunca les contó cuántas veces tuvo que esquivar accidentes atroces, hasta que dejó de volar. Así que él no supo de veras qué riesgo asumían el piloto y el pasajero y aún así desarrolló, hasta hoy, un pánico incurable a las cabinas. Es probable, dice ahora, que ese miedo que se parece al miedo a la muerte naciera como pánico ante los peligros que sufría el padre. Pero en casa ni este ni la madre ni nadie hablaba jamás de esos riesgos. Pero él tiene aún grabados todos los accidentes de aviación que hubo entonces y que ha habido luego. Iberia no ha tenido muchos, “pero cada vez que había uno, en mi casa había una tragedia. Mi madre lloraba y se preocupaba aunque tratara de ocultarlo”.
El piloto tuvo un accidente muy serio. Sus hijos lo supieron cuando el padre ya no volaba. “Fue entrando a las Bermudas, y tuvo que aterrizar sin tren de aterrizaje. Fue un milagro que sobreviviera”. Otra vez, en Boston, el avión se salió de la pista y fue a acabar ante un montículo que impidió que cayeran al mar. “Un milagro”. Muchos años después, el piloto contó lo que hubiera pasado. “Se hubieran ahogado todos”. Y durante noches él reproducía en sus pesadillas los gritos del pasaje que veía al avión lanzándose al vacío en medio del cual apareció el montículo.
Es posible, repite, “que de ahí nazca mi miedo a volar, del miedo que debió pasar él. Él no dijo nunca nada. Pero si veías a la madre, sabías qué estaba pasando”. Y el miedo nace ahí, en los ojos de la madre.
Feliz en el colegio, en el veraneo, en casa, pero por dentro el miedo era su secreto. De esos viajes peligrosos el padre traía los mejores juguetes de entonces, los trenes que echaban humo y se paran, “los mejores coches eléctricos del colegio los tenía yo”. Ese juguete “y un camión enorme color butano que encima tenía una grúa” eran los juguetes de los hermanos Rubalcaba, a los que Alfredo “amargaba la vida”, como dice uno de ellos. Era el que mejores notas sacaba, era el que quería acaparar los juguetes, pero cuando tocó “nos trató a todos como si fuera al tiempo el padre y la madre, con una sensibilidad inolvidable”. “Me decía mi hermano Alejandro, que es el segundo: ‘Tú llegas tarde, te pillan y no te pasa nada, y lo hago yo y me agarro una bronca de la leche’. Así es, tienen una cruz conmigo”.
Al más chico, Javier, le lleva 14 años, “y soy su padrino”. El pequeño fue un regalo en la casa. “Elena, mi otra hermana pequeña, nació cuando yo tenía siete... A los mayores les tocó heredar la ropa, una cabronada. Mis padres eran muy de la posguerra, muy austeros... No eran exactamente humildes, mi abuelo era carnicero, pero sabían lo que era la escasez, así que nos teníamos que pasar la ropa los unos a los otros. Yo no podía heredar de Mariló, pero Alejandro y Javier podían heredar todo lo mío, y eso cabreaba”.
La madre, Dolores, murió en 2009. El padre había muerto en 2005. Con ellos los instantes de mayor felicidad ocurrieron en El Escorial. “Alguna vez voy, cuando me da un ataque de nostalgia, me tomo un café y vuelvo. Porque ya a aquel tiempo no se puede volver sino de esa manera”.
El cura le preguntó cuántas plumas tiene una gallina. ¿Y usted qué le respondió?
“Muchas... le respondí que muchas. Ya entonces parecía que tenía cierta facilidad para salir de las preguntas difíciles. Se me olvidará aquel cura, se me olvidarán otras cosas, pero nunca se me olvidará esa pregunta”.
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