A diario, en Madrid, todo gira en torno a mí. La gran ciudad, la promesa de prosperidad. Mi ocio y mi empresa, mi belleza y salud, mi presente y futuro. Y en mi tiempo libre, salgo de mi jaula de hormigón, ladrillos, humo y alquitrán y entro en contacto con la naturaleza. Dejo de ser relevante. La vida comenzó en el mar, que se mece sobre rocas y arena. Soy menos importante que el romper de una ola, más insignificante que la efímera espuma que se genera sobre la grava. Un árbol peinado por el viento deja mi lucha cotidiana como una broma de mal gusto. Siento mi ego arraigado, tan arraigado... qué vergüenza. Maldito. Me veo pequeña entre el bosque, el sol y la niebla, y no por mi tamaño. El crujir de las hojas secas bajo mis pies alberga más sentido para el mundo, de lo que yo podré descifrar a lo largo de mi vida. De lo que yo seré. Y lejos de todo, me siento aliviada. Pequeña