¿De qué se ríe Kamala Harris?

Sentir pena y empatía, percibir que el dolor ajeno nos afecta, es la vía para movilizarnos e intentar cambiar el mundo

Cinta Arribas

Dos hechos se cruzan estas semanas en los medios de comunicación, dos hechos antagónicos: la sonrisa constante, hasta la carcajada abierta, de Kamala Harris, y la tristeza de Javier Bardem. Sus protagonistas tienen motivos más que suficientes para estar contentos: la una como candidata a la presidencia de Estados Unidos, ...

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Dos hechos se cruzan estas semanas en los medios de comunicación, dos hechos antagónicos: la sonrisa constante, hasta la carcajada abierta, de Kamala Harris, y la tristeza de Javier Bardem. Sus protagonistas tienen motivos más que suficientes para estar contentos: la una como candidata a la presidencia de Estados Unidos, Bardem como galardonado con el Premio Donostia que recogió en el último festival de San Sebastián. Sin embargo, las reacciones de una y otro son contrapuestas, como lo son las reflexiones que sus actitudes pueden producirnos. Vayamos a Kamala Harris.

La flamante candidata, acertada sustituta de un Joe Biden senil, nos regala en cada una de las fotos que se prodigan en los medios de comunicación y en las redes sociales con una hermosa sonrisa, como si asumir la tarea ciclópea que le espera fuese un camino de rosas que solo le proporcionase alegría. Dirán que se trata de una pose necesaria, de la imprescindible demostración de su fortaleza, de su ánimo a prueba de bombas (sonrío ante la literalidad de la frase hecha), cualidades que se precisan para gobernar un país que, hasta hoy, marca el destino del mundo. Pero no me convencen. Si la sonrisa de Kamala obedece a las sugerencias de sus asesores de campaña, hemos de suponer que su electorado demócrata no está preocupado por el genocidio de Gaza que Estados Unidos apoya y que Kamala está dispuesta a mantener, ni por el cambio climático que ha desaparecido de las agendas políticas en casi todo el mundo, ni por el obsceno avance de la desigualdad, ni por los asesinatos indiscriminados llevados periódicamente a cabo por algunos de sus conciudadanos, que no quieren renunciar a la tenencia de armas (la candidata ha confesado que tiene una), o por la creciente ola de muertos y de adictos al fentanilo que asola sus ciudades, pobres zombis aquejados de una enfermedad que crece: la desesperanza. Kamala conoce de sobra todo esto, pero ella, norteamericana de pro, sonríe mostrando una dentadura perfecta, fuerte, capaz de morder la realidad y hacerla pedazos. En las antípodas, me viene a la memoria el rostro cariacontecido e impotente de António Guterres, cuyas amonestaciones constantes a quienes gobiernan el mundo apuntan a estas realidades sin que nadie le haga caso.

Vencer, en esta sociedad hipócrita que nos seduce, exige no estar triste. ¿No es esto una muestra de nuestro creciente deterioro moral? Javier Bardem sí lo está. La felicidad que le proporciona su merecido y reciente reconocimiento no puede evitar que su ánimo esté perturbado por los acontecimientos: “Es imposible celebrar nada tal y como está el mundo”. Y lo confiesa públicamente, mostrando una autonomía moral que va más allá de ese mandato perverso que exige la felicidad a costa de lo que sea. Bardem está apesadumbrado por el mundo como si él tuviera alguna responsabilidad en lo que sucede, porque no hace falta tener responsabilidad directa en lo que sucede para que nos duela.

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Pau Luque y Natalia Carrillo han escrito un ensayo, Hipocondría moral, donde analizan los excesos a los que puede conducir el sentimiento de culpa que, escriben, experimentan los pequeñoburgueses biempensantes por situaciones que no dependen de ellos. En 1959, Günther Anders celebraba, sin embargo, que Claude R. Eatherly, el piloto que colaboró en el lanzamiento de la bomba de Hiroshima, sintiese tal remordimiento que le llevó a robar para ser castigado como creía merecer, remordimiento que Anders deseaba encontrar también en quienes habían asistido como espectadores al asesinato a distancia de miles de civiles inocentes. Acuña el filósofo un concepto, inocentemente culpable, término que choca de nuevo los contrarios, con la apelación a la obediencia debida que usaron en su defensa los mandos nazis procesados. Ampliando el concepto de Anders, confieso que prefiero a quienes se sienten inocentemente culpables frente a quienes huyen de la responsabilidad moral y de la culpa, pues opino que ambas tienen efectos civilizatorios, y que sentir pena y empatía, percibir que el dolor ajeno nos afecta en lo más íntimo de nuestro ser, es la vía regia para movilizarnos, para activarnos e intentar cambiar el mundo. Para salir, en definitiva, de esa indiferencia que tanto criticara Gramsci, un somnífero, una droga que se expande, como el fentanilo por Estados Unidos, por nuestras sociedades, aquejadas de una pandémica e inoperante indefensión aprendida, esto es, el sentimiento paralizante de que, hagamos lo que hagamos, las cosas no van a cambiar.

Aunque los hechos confirmen esta maligna indefensión —notemos el descrédito reciente de instituciones como la ONU o el Tribunal Penal Internacional por su ineficacia para detener el genocidio en Gaza y los recientes crímenes en Líbano, así como las numerosas e igualmente infructuosas manifestaciones a favor del alto el fuego que tienen lugar en decenas de países—, solo intentando cambiar las cosas el mundo podrá moverse. ¿De qué se ríe, insisto, Kamala Harris? ¿No preferirían sus votantes una presidenta entristecida, que confesase su preocupación por los difíciles retos que le esperan? ¿Asocian acaso su sonrisa con su entereza? ¿Es un signo manifiesto de disonancia cognitiva? ¿Alberga valores morales que su adaptación al poder le impide poner en práctica, siendo su risa el síntoma de su necesidad de negar ese conflicto inconfesado? El criminólogo Vicente Garrido cifra en 468.000 españoles, el 1% de la población, el número de psicópatas integrados en nuestra sociedad; anónimos y sonrientes seductores que nos encantan, pero que carecen de conciencia moral y de empatía. La psicóloga clínica Sandra Farrera eleva su número a un millón de psicópatas diagnosticados y a alrededor de cuatro millones los integrados.

La adaptación a las condiciones, cada vez más inhumanas, de un sistema que rezuma indiferencia los genera, pues adaptarse con éxito exige distanciarnos del sufrimiento de los otros. Parecería que sentirnos afectados por el dolor ajeno fuese un signo de empatía, y esta sinónimo de una debilidad que pronostica el más rotundo fracaso. ¿Acaso es Kamala Harris una psicópata integrada? Uf, no lo creo. A mi entender, sentirse partícipe de lo que hace la humanidad en su conjunto es un acto de responsabilidad moral, signo de un profundo sentimiento de pertenencia; un humilde reconocimiento de que somos el resultado de los actos de las generaciones que nos preceden, y de nuestra indelegable responsabilidad con las futuras. Una pertenencia que nos aporta la continuidad narrativa indispensable para sentirnos miembros de la misma especie, a los que nada de lo humano puede serles ajeno. No olvidemos nunca que los privilegios de los que gozamos en Occidente son fruto del trabajo, pero, sobre todo, de una historia de colonización extractivista del resto del mundo que aún continúa. Aislarnos de la corriente de la historia lavándonos las manos como Pilatos, desresponsabilizándonos plenamente de los aciertos y los errores cometidos por nuestros antecesores, y de las consecuencias futuras de los nuestros, es un gesto de narcisismo individualista que destruye la comunidad, mientras que interesarnos por lo vivo, cuidarlo, entristecernos si las fuerzas del mal —un mal absoluto hoy, que se ejerce con pleno conocimiento del sufrimiento que provoca— es un signo de humanidad que nos dignifica. Recelemos, pues, de la sonrisa constante de Kamala Harris, aplaudamos el gesto compungido de Guterres y la tristeza solidaria de Javier Bardem.

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