Estado de penuria
Con tanto esfuerzo por privatizarla, por extorsionarla, por trocearla, por parasitarla, no tiene nada de extraño que la Administración estatal dé muestras tan alarmantes de debilidad y deterioro
El Estado es una idea abstracta, una institución a la vez temible y lejana, y también es una carta certificada que si no se entregara a tiempo causaría un problema, un trámite judicial que si se atasca puede sabotearle a uno la vida, una pensión que llega con puntualidad a la cuenta de un jubilado, una escuela o un instituto donde profesores competentes educan a alumnos que ...
El Estado es una idea abstracta, una institución a la vez temible y lejana, y también es una carta certificada que si no se entregara a tiempo causaría un problema, un trámite judicial que si se atasca puede sabotearle a uno la vida, una pensión que llega con puntualidad a la cuenta de un jubilado, una escuela o un instituto donde profesores competentes educan a alumnos que reciben igual trato sin que importe su origen, un quirófano en el que un enfermo sin recursos se somete a una operación a manos de un personal médico de máxima cualificación que usa la mejor tecnología. El Estado es la bibliotecaria que organiza un club de lectura, y el personal especializado y entusiasta que gestiona un sistema nacional de trasplantes que no tiene igual en el mundo por su eficacia y su equidad, y la patrulla militar que lleva a cabo una misión de paz difícil y arriesgada en una zona de conflicto, y el policía o el guardia civil que asiste a una persona atribulada que acaba de ser víctima de un accidente o de un crimen. El Estado, en nuestro país, padece una debilidad originaria que viene tal vez de los sobresaltos y las guerras civiles del siglo XIX, y también de la omnipotencia corrosiva de la Iglesia católica, muy poco interesada en la fortaleza del poder civil, así como de la falta de una conciencia generosa del bien común en las clases dirigentes, que lo usaron siempre para defender sus privilegios y, sobre todo, para saquearlo con la picaresca sórdida del tráfico de influencias. Incluso el Estado franquista, que alimentaba fantasías de corporativismo y totalitarismo, era una entelequia pobretona, tan lastrada por la penuria como por la incompetencia, y tan solo eficiente en lo que Paul Preston llamó la “política de la venganza”, contra los vencidos en la Guerra Civil, y luego en la persecución y en la tortura de sindicalistas y militantes de izquierdas. El doctor Vicente Pozuelo, médico de Franco, contaba en sus memorias que en los Consejos de Ministros del año 74 aún no había ni micrófonos. La mesa del Consejo era muy larga, la voz de Franco muy débil, y los ministros a veces estaban amedrentados y no levantaban las suyas. Cuando empezó a tener graves hemorragias, en la enfermería de El Pardo no había medio de contenerlas, porque era una enfermería de cuartel. En los primeros años del terrorismo, los artificieros de la Guardia Civil intentaban desactivar las bombas etarras sin protección ninguna y sin más herramienta que una caña de pescar, que además pagaban de su bolsillo.
En Francia basta ver el edificio de un lycée de enseñanza media con su bandera tricolor en la fachada de piedra y el rótulo République Française inscrito en el dintel para darse cuenta de que el Estado es una cosa muy seria. Galdós comparaba el Estado español con una vaca lechera a cuyas ubres nunca muy opulentas se amarraban los parásitos innumerables del favor político, la turba de los funcionarios en activo y los cesantes cuya única esperanza en la vida era una colocación ganada con el servilismo y la intriga. Aquellas antiguas fragilidades de país atrasado probablemente solo empezaron a remediarse de verdad con el tránsito a la democracia, pero los nuevos tiempos han traído otras amenazas, quizás porque nosotros llegamos al Estado de bienestar, que es la forma más justa y razonable del Estado, justo cuando en otras partes del mundo que llegaron antes a él estaban ya empezando a desmantelarlo, después de haberlo desacreditado. Fomentando la mala fama de la burocracia y la ineficiencia, los gobiernos de derechas (y muchas veces los socialdemócratas) se lanzaron a la privatización de servicios fundamentales, que ofrecían posibilidades enormes de rentabilidad: en la educación, en la salud, en la banca pública, en los ferrocarriles, en las comunicaciones, hasta en la gestión del agua.
El recelo antiguo de la izquierda hacia el Estado tiene sus motivos: el Estado, históricamente, ha sido un instrumento de las clases dirigentes y sus intereses, y solo fue democratizándose y reconociendo derechos después de luchas tremendas. Si las fuerzas del orden disuelven a sablazos o a tiros una manifestación obrera, el Estado al que sirven no puede inspirar mucha confianza. La palabra Estado, además, en el vocabulario político español, tiene el sentido entre sospechoso y despectivo que le han inoculado esos nacionalistas periféricos que al no pronunciar nunca la palabra España imaginan que borran su existencia. En esos juegos verbales participa también una parte de la izquierda, que sufre una envidia freudiana de reciedumbre identitaria y cree que el progresismo consiste en ser al menos tan nacionalista y hasta separatista como los nacionalistas, y que si uno dice España es un habitante de eso que el presidente del Gobierno ha llamado “la fachosfera”, quizás con el propósito de que no decaiga la fiesta alegre y corrosiva de la confrontación.
Con tanto esfuerzo por privatizarlo, por extorsionarlo, por trocearlo, por parasitarlo, no tiene nada de extraño que el Estado dé muestras tan alarmantes de debilidad y deterioro. La carta certificada tarda o se extravía, el trámite judicial queda empantanado, la lista de espera es tan larga que el enfermo grave no llega a tiempo a la operación. Los servicios que presta el Estado son tan esenciales que cuando funcionan bien nadie repara en su existencia ni agradece su valor. Durante la pandemia tuvimos ocasión de comprobar que solo el Estado, con el soporte de la Unión Europea, podía asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales para la vida y financiar las investigaciones que culminaron en la invención de una vacuna efectiva, y en el logro formidable de distribuirla por todo el continente.
A muchas personas de izquierdas les cuesta aceptarlo, pero esas tareas asistenciales y protectoras del Estado incluyen el orden: el orden público, el monopolio de la violencia, rigurosamente sometido a la ley y al respeto de los derechos humanos, el oficio supremo que Thomas Hobbes atribuía a su Leviatán. Orden público suena a carga policial, pero es la tranquilidad con que va uno por la calle, la perspectiva razonable de no sufrir una agresión, y de que si es víctima de un delito podrá recibir reparación, y tendrá defensa contra la fuerza bruta y el abuso. Cada vez que voy paseando por una calle europea pienso en el privilegio del que disfruto, inaccesible para mucha gente como yo en muchas ciudades del mundo. Vivir con miedo es tan dañino como pasar hambre. “La seguridad es una de las necesidades esenciales del alma”, dice Simone Weil. El Estado, que parece tan fuerte, puede derrumbarse de golpe, y la consecuencia no es la liberación de los oprimidos, sino el triunfo de los poderosos y los criminales. Hablo con personas que vienen de Ecuador y cuentan cosas terribles sobre la brutalidad sanguinaria de los narcotraficantes, que se ceba en las personas más pobres, que son las menos protegidas.
El Estado, estos días, en España, son unos guardias civiles asesinados en una especie de chalupa lamentable, embestidos por una narcolancha mucho más poderosa, sometidos a la burla de los delincuentes y de la chusma que los jalea como héroes. El Estado es que, una semana después, las cinco embarcaciones del Servicio Marítimo de la Guardia Civil sigan averiadas e inservibles, sin esperanza de arreglo inmediato. Un guardia que prefiere callar su nombre le dice a Jesús A. Cañas en el periódico: “Tenemos tres mecánicos para el mantenimiento, pero las grandes reparaciones las hace una empresa de la calle y necesitan un presupuesto aprobado por Madrid. La burocracia es muy lenta”. Es la voz inmemorial, el fatalismo quejumbroso de la Administración española, la triste impotencia del Estado.
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