‘Argentina, 1985’: comienzo y final de un régimen político
El año próximo se conmemorarán 40 años del comienzo de la nueva democracia en el país. Los ciudadanos irán a las urnas con el fondo de las promesas fundamentales del viejo régimen hechas añicos
¿Cuál es la expectativa de vida de un régimen político? Cuarenta años es una longevidad formidable. Razón de más para celebrarlo, pero también para auscultar sus achaques. Algo de eso ocurre con la recepción de Argentina, 1985, la película de Santiago Mitre sobre el juicio a las juntas de la última dictadura militar. La apasionada recepción del relato de aquel momento épico tiene mucho de recuerdo y nostalgia. Pero también de despedida.
En Argentina, el filme se proyectó en salas repletas y con masivas audiencias en streaming. Protagonistas de la época intercambian interpretaciones sobre cada escena. Quienes vivieron aquellos años llevaron a sus hijos, que en muchos casos vieron por primera vez algo sobre los crímenes de la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983 y sobre cómo se los castigó.
El juicio a las juntas es considerado por muchos el más significativo contra un régimen militar desde los Tribunales de Núremberg que condenaron a los jerarcas nazis. Un tribunal civil estableció condenas por crímenes de lesa humanidad a los jefes de las fuerzas armadas que hasta hacía nada eran amos y señores sobre la vida humana. 1985 revive aquel episodio en medio de una profunda crisis social, con los acuerdos sobre los que se montó la nueva democracia hechos añicos. En la pantalla, en cambio, nos vemos jóvenes, virtuosos. Como dice la filósofa Verónica Torras en una reflexión sobre la película, “también somos ese espejo que aplaudimos en el cine, y no sólo el declive que experimentamos a la salida”.
¿Qué es un régimen político? Un consenso extendido y estable en la sociedad sobre ciertas nociones básicas que justifican la decisión de vivir juntos y reconocernos como parte de una misma comunidad; una representación de ese consenso en líderes y partidos; y una serie de instituciones que traducen ese consenso en garantías para esa vida en común.
Argentina no tuvo un Pacto de la Moncloa, como el que orientó la transición española. Tuvo, en cambio, un formidable consenso atado a dos símbolos. Uno fue el juicio a las juntas y la definición del derecho a la vida como un principio irrenunciable. De ahí el furor de las discusiones sobre 1985. El otro fue el entendimiento de que ese derecho no se limitaba a la existencia física de los individuos sino a la realización de las necesidades de toda la comunidad. Raúl Alfonsín lo sintetizó en el lema “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Sobre esa base ambiciosa, la democracia argentina fue sinónimo del régimen de los derechos humanos.
Aquellas promesas de la democracia naciente en los ochenta tuvieron su realización más acabada en el siglo XXI, durante parte de los 12 años de gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Durante un tiempo mejoraron los salarios y se avanzó en algunas formas de ingreso universal, proceso acompañado de una expansión de derechos hacia mayorías postergadas y minorías excluidas. Al mismo tiempo, tras el indulto que los había liberado en los noventa, los jefes militares retratados en 1985 volvieron a la cárcel y con ellos centenares de subordinados. En el 2013, el exdictador Videla murió sentado en el inodoro de su celda. Ese año, el reporte del Departamento de Estado sobre derechos humanos en la Argentina comenzaba una de sus secciones con una oración unimembre categórica: “No hubo reportes de desapariciones por razones políticas.”
Algunas de estas realizaciones fueron contundentes, otras efímeras. Por esos años la economía se estancó. Cuando una coalición de derecha liderada por Mauricio Macri ganó las elecciones del 2015, este objetó principios básicos del régimen de los derechos humanos. Buscó limitar las políticas asociadas a los juicios por los crímenes de la dictadura: las agencias que producían información para los juicios perdieron volumen, personal y presupuesto. Dos miembros de la Corte Suprema de Justicia nombrados por él votaron a favor de que los exrepresores se beneficiaran de una ley por la que sus años de arresto sin condena firme se contaran como dobles, liberando a muchos de ellos. Fracasó, pero su Gobierno no dejó de enfatizar el orden y la garantía derechos económicos individuales por sobre cualquier forma de protección colectiva.
Desde entonces, aquel lugar central de los derechos humanos se fue erosionando. Una de las razones principales que explican este final de época es el fracaso categórico de la promesa de una democracia que debía mejorar las condiciones de vida. Aquella idea de derechos humanos asimilada a los derechos sociales contrastó con la experiencia de millones de argentinos que vivieron la democracia como una historia de empobrecimiento material. Y si con la democracia no se come, debían buscarse nuevos acuerdos que la validaran. Lo que sucedió, en cambio, fue la renuncia a renovar consensos amplios por parte de los defensores del régimen político de los derechos humanos.
Durante los años de Kirchner, los organismos se aferraron al Gobierno que había materializado sus reclamos. En ese entusiasmo, el movimiento de derechos humanos potenció algunos elementos nuevos, como el apoyo a las causas feministas. Pero en ese mismo embrollo también perdió su ambición universal: muchos organismos se involucraron en apoyos a acciones políticas varias, desde planes de infraestructura de dudosa transparencia hasta alineamientos internacionales con regímenes que violaban los derechos que los organismos defendían. Peor aún, se cuidaron de no incorporar demandas que incomodaran al Gobierno. Hacia adelante, la peor de esas deserciones es el desentendimiento de muchos respecto de cuestiones ambientales, un campo en el que se jugará la expansión de derechos cuando las luchas para evitar el fin del mundo y para llegar a fin de mes confluyan inevitablemente.
Ningún régimen político democrático se basa en consensos absolutos, pero siempre buscan extender esos acuerdos al máximo. En 1985 esa ambición está graficada en la madre del fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo, una mujer amiga de Videla. El arco narrativo de la película parece quebrarse cuando, tras escuchar los testimonios de las víctimas, la mujer confiesa: “Quiero a Videla, pero tiene que ir preso.” Aquel apetito ecuménico por extender los apoyos entre quienes piensan distinto fue reemplazado por una obstinada repetición de verdades cada vez más estrechas entre los convencidos.
Todo régimen sufre embates. Pero un cambio de régimen político exitoso requiere transformaciones sostenidas en el humor social, en su representación y en las instituciones. Como bien señala el filósofo político Martín Plot, estos impulsos “no son siempre exitosos, ya que pueden verse abortados antes de lograr su consolidación como regímenes.”
Habrá que esperar. El año próximo se conmemorarán 40 años del comienzo de la nueva democracia. Los ciudadanos irán a las urnas para elegir un nuevo presidente con el fondo de las promesas fundamentales del viejo régimen hechas añicos: un 51% de los niños bajo el nivel de pobreza y apenas un 10% de la población con mayores ingresos pagando el Impuesto a las Ganancias. Por primera vez desde 1983, una coalición con chances de llegar al poder se presenta con un ideario alternativo al expresado en 1985, desestimado ahora como “progresismo”, “populismo” o, en versión aguerrida, “el curro de los derechos humanos”.
No sin contradicciones, estos grupos imaginan bases de legitimidad nuevas para la democracia. La demanda de seguridad y orden figuran al tope. En esa mirada, la defensa irrestricta de la propiedad privada es una obligación del Estado igual o superior al derecho a la vida. La igualdad económica ya no es un fin en sí mismo y la prosperidad general se presenta como derivado probable del libre accionar de los agentes económicos individuales. Con la democracia no se come, ni se cura, ni se educa, ni se juzga al pasado. Se respeta el orden y el mercado. Este consenso amplio buscará consolidarse en la elección. Si se concreta, 1985 será no sólo una película sobre el comienzo de un régimen político, sino también un testimonio de su final.
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