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Tribuna
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El amor como tecnología de punta en el siglo XXI

Hoy la pandemia es global y sus puntos de incidencia pareciera que se trasladaron al sur, donde ahora son los enfrentamientos por barbijos, respiradores y terapia intensiva

Una interna en una residencia de mayores en España abraza a su sobrino a través de un plástico.
Una interna en una residencia de mayores en España abraza a su sobrino a través de un plástico.BIEL ALIÑO (EFE)

Cuando llegó la pandemia nadie pensó que la realidad dejaría atrás a la imaginación y mucho menos que las actuales generaciones de la especie humana vivirían por primera vez un fenómeno de esa dimensión. Que la mayoría de la gente, independientemente del día o de la noche, estaría al mismo tiempo en su casa, como movida por una especie de mano invisible, y que los astronautas de la misión de SpaceX serían los primeros que desde el espacio podrían observar la Tierra y decir, sin equivocarse, que era un planeta infectado.

Si bien este impacto abarcó a todos, el desconcierto fue mayor en el hemisferio sur. Parecía cosa de locos las informaciones que llegaban de ultramar de una especie de descontrol de miles de muertos y millones de afectados en países en que el mito bien incrustado de desarrollo y subdesarrollo nos pusieron la cabeza al revés. Nueva York infectada hasta el extremo del encapsulamiento de Manhattan, mientras Francia y España quitándose barbijos en el aeropuerto de Pekín y geriátricos ante hospitales rebasados con la consigna de primero los jóvenes.

Hoy la pandemia es global y sus puntos de incidencia pareciera que se trasladaron al sur, donde ahora son los enfrentamientos por barbijos, respiradores y terapia intensiva. En América Latina, países como Brasil, México, Chile y Perú parecen ser los más afectados. También Colombia, precisamente en Barranquilla y Cartagena, la tierra del gran Gabo, donde premonitoriamente escribió El amor en los tiempos del cólera.

Los organismos internacionales, las corporaciones multinacionales y los propios Gobiernos empiezan a mostrar su preocupación por cuál será el destino en términos de crecimiento económico después de la pandemia. Preocupación razonable, pero al parecer una vez más unilateral porque igual de importante es empezar a prever lo que será el comportamiento de la sociedad que con seguridad se ha conformado en estos tres o cuatro meses de encierro obligatorio. Se articularán y conectarán contenidos y propuestas, empezando por aquello de que la pandemia ha planteado una línea entre el antes y el después, cuando lo que se reconstruya no sea lo mismo que lo que se dejó atrás sino algo verdaderamente nuevo en el pensamiento y la acción. Prueba de ello son las masivas protestas más allá de los Estados Unidos por el brutal comportamiento de la policía en el caso de George Floyd, como un primer planteamiento de que el mundo que viene debe ser inmune a cualquier tipo de racismo.

Se van suscitando también otro tipo de iniciativas, tal vez más elitarias y en algunos casos con clara intención política, como la de la Internacional Progresista, alentada por el exministro griego Yanis Varoufakis, que se reunirá en Islandia como una clara alternativa a lo que de alguna manera se va visualizando en Europa como la “internacional nacional populista”. De igual manera, pero en un contexto más atractivo para el sentido común de la ciudadanía, es un manifiesto recientemente divulgado por la prensa bajo el título Por un renacimiento cultural de la economía para una nueva época de un grupo multidisciplinario de intelectuales entre los que se destacan el premio Nobel de Economía en 2007, el estadounidense Eric Maskin, arquitectos, diseñadores de moda, cocineros, comunicadores.

“La crisis actual y las restricciones que esta impone, han enfatizado la importancia que cada uno de nosotros le da al entorno circundante (…) formado por la cultura, la naturaleza y los lazos sociales (…) reconociendo que la cultura tiene su lugar en el concepto de desarrollo sostenible”. “Esa dimensión cultural que da forma a nuestras condiciones de vida es indisociable de la economía cotidiana y por eso es que encuentra un eco tan fuerte en las circunstancias actuales”. “A costa de esta transformación la economía impregnada con todo el potencial de la cultura expresará plenamente su carácter humano”.

Todo esto nos retrocede a la década de los setenta, cuando un mártir de la Teología de la Liberación, Néstor Paz Zamora, señalaba proféticamente que “debemos crear espacios amables alrededor nuestro”; es decir, espacios regidos por el amor al que a su vez definía “como la urgencia de resolver el problema del otro”. Definición dialéctica del amor que se consuma en el otro y que más allá de cualquier abstracción teológica “el amor se trata de resolver el problema de los demás”, o sea amor igual a fraternidad, solidaridad, cooperación, tolerancia, ayuda mutua, ternura, acción conjunta, preocupación recíproca. El amor como la expresión máxima de la condición humana, como la manifestación de lo óptimo de los valores humanos. Hannah Arendt en sus escritos habla de la “brillante luz de la presencia constante del otro” refiriéndose a una responsabilidad conjunta “de cuidar el mundo que compartimos” “mundo común” y “su inevitable conexión con la pluralidad de opiniones y la libertad humana”.

Admito que todo esto puede oler a utopía, pero parece ser que a través de una cadena de utopías termine siendo el desarrollo humano y el cuidado de la naturaleza lo que condicione todo lo demás. Desarrollo de valores humanos en el que el amor sea el compendio superior de los mismos dependiendo de lo que empecemos a construir hoy. Que el amor se constituya en un plus irrenunciable e indispensable en la era que viene, en que la sociedad, la economía, la política, la cultura y la naturaleza asuman los contenidos de una nueva realidad. Tal vez sea entonces el tiempo para que el amor en sus múltiples dimensiones sea la tecnología de punta en el siglo XXI.

Jaime Paz Zamora es expresidente de Bolivia.

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