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Tribuna
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Así no habrá pacto, sino circo

Es imperativo llegar a un gran acuerdo nacional para combatir los daños de la pandemia. Exigirá un gran esfuerzo de los principales partidos políticos y de los agentes sociales para asumir compromisos de calado

Antonio Gutiérrez Vegara
EDUARDO ESTRADA
EDUARDO ESTRADAEduardo Estrada

La devastación que está causando la pandemia hace inexcusable un pacto de Estado, más que en cualquiera de las encrucijadas que hemos vivido desde la reinstauración de la democracia. Los Pactos de la Moncloa se convocaron para atajar los desequilibrios macroeconómicos ya que, como dijo acertadamente Fuentes Quintana: “El mayor peligro para una democracia débil es una economía en crisis”. Paradójicamente, contribuyeron más al consenso político y social durante el proceso constituyente que a sentar las bases de una economía más solvente (año y medio después se reproducían los desajustes, agravados con un inusitado incremento del paro).

En realidad ya no ha habido otro pacto de Estado de similar naturaleza, aunque no faltaron ocasiones. Así, tras la intentona golpista del 23-F sólo hubo un pacto social, el Acuerdo Nacional por el Empleo (ANE, junio de 1981), suscrito por el Gobierno de UCD, los sindicatos CC OO y UGT, que asumimos la máxima responsabilidad, canalizando el mayor esfuerzo que correspondió a trabajadores y pensionistas, y las patronales CEOE-CEPYME, que terminaron descolgándose. Los partidos andaban ya más enfrascados en disputarse el poder (empezando por las “familias” del partido gobernante, que tras laminar a Suárez terminaron por despedazarse entre ellas) que dispuestos a arrimar el hombro para estabilizar la democracia y hacer frente a la intensa destrucción de empleo.

Otro momento más reciente que hubiese requerido mayor altura política fue la Gran Recesión de 2009, provocada por la crisis financiera internacional. En esta ocasión incluso se hizo todo lo contrario a los Pactos de la Moncloa. En lugar de reforzarlo se rompió por primera vez en 30 años el consenso constitucional en el Parlamento y en la sociedad, pactando la reforma del artículo 135 en una noche entre Zapatero y Rajoy. Una reforma más ideológica que económica como evidenció la incesante alza de la prima de riesgo hasta que un año después Draghi, no el Gobierno español, que ya era del PP, intervino desde el BCE. Si aquel presidente quiso pasar a la historia con ello por “salvar” a España del rescate, lo hizo, pero por haberle servido a la derecha una victoria aplastante y el anclaje constitucional para aplicar con la mayor saña posible el “austericidio” en cuanto llegó al Gobierno.

Ahora es imperativo pactar, pero se ha empezado con muy mal pie por la magmática propuesta de “reconstrucción” y, peor aún en este caso, por las formas. Más que reconstruir habría que deconstruir un modelo de crecimiento basado en actividades intensivas; una competitividad vía precios y salarios que genera empleos precarios y son el corolario de proyectos empresariales precarios; la maraña tributaria inequitativa, opaca e insuficiente que despilfarra más de 80.000 millones anuales en deducciones, desgravaciones y otros elusivos artilugios fiscales sin utilidad económica alguna; un Estado social inferior al de la media de la eurozona en áreas tan decisivas como educación, sanidad, etcétera. Para iniciar de una vez a construir una economía del conocimiento que nos evite perder la revolución digital, emplazando al empresariado a la inaplazable renovación de la estructura productiva. Un reto indisociable de la congruente reforma educativa.

Aún no habíamos culminado el diseño del sistema sanitario tras el franquismo (mastodónticas “ciudades sanitarias” y raquítica red ambulatoria para asistencia primaria que quisieron paliar con un descomunal gasto farmacéutico) y empezaron a recortarlo. Cabe recordar que ya la huelga general del 14 de diciembre de 1988 tuvo como una de sus principales reivindicaciones la dotación de 15.000 millones de pesetas que, como mínimo, faltaban para que fuese realidad la prometida universalización de la asistencia sanitaria. Tenemos excelentes profesionales, que se merecen el aplauso diario, pero que se los rifaban en casi todos los países europeos porque tuvieron que emigrar; lo que no es lo mismo que afirmar: “Tenemos el mejor sistema sanitario del mundo”. Si quienes se llenan la boca con semejante alarde fuesen coherentes, empezarían por mostrar su disposición a revertir los experimentos privatizadores que impulsaron desde sus respectivos Gobiernos autonómicos que, en claro fraude intelectual, político y económico, han resultado ineficientes y caros.

Y la clave de bóveda del nuevo entramado será el sistema tributario que nos proporcione una fiscalidad suficiente para abastecer el funcionamiento eficiente del Estado, atender las necesidades sociales que generará el tránsito a la digitalización y para sostener dinámicamente el Estado de bienestar. Podrá discutirse si es más o menos abultada tal o cual partida de gasto social; lo que a estas alturas es indiscutible e insostenible es el obsceno despilfarro por la elusión y el fraude fiscales.

Sin embargo, el mayor nubarrón para que cristalice un pacto de Estado está en las formas elegidas. Un acuerdo de la envergadura del que se precisa sería un compendio de políticas diversas a ejecutar, que en unos casos requeriría que se legisle el marco normativo que las amparase y en otros no. Tales políticas exigirían un esfuerzo sin precedentes de los principales partidos políticos y de los agentes sociales para asumir compromisos de gran calado; y algunos tendrán que desdecirse de mantras ideológicos que han formado parte esencial de sus discursos político-electorales hasta la fecha.

Implicaría ineludiblemente que fuesen los primeros espadas del Gobierno, de los partidos, de las patronales y de los sindicatos quienes estuviesen sentados a la mesa de negociación asumiendo cada cual su responsabilidad, a restarse ansias de protagonismo particular y a guardar la discreción mientras se negocia. Haber aceptado hacerlo en una comisión parlamentaria ha sido un error que de entrada conducirá a la confusión entre poderes y, empantanados en el atolladero sobre las competencias de uno u otro, asistiremos a la bronca permanente. El Gobierno ha mostrado su endeblez al aceptarlo, pero el PP ha demostrado que pretende todo lo contrario a un acuerdo; busca escurrir el bulto del compromiso y sustituirlo por las acusaciones contra el Gobierno más disparatadas que se le ocurran para seguir barriendo para su casa esparciendo mentiras y azuzando la rabia.

Este es un país grande por su tamaño relativo en la Unión Europea, pero al que sus clases dominantes, con su secular mezquindad, no le han dejado que llegue a ser un gran país. Más que la oportunidad, tenemos la obligación de cambiar esa historia tan triste porque siempre acaba mal (que diría Gil de Biedma), para que no vuelvan a salirse con la suya los que persiguen la frustración generalizada; porque en ella solo se engendra el resentimiento que siempre ha precedido a los fracasos sociales más trágicos en la historia de los pueblos, de Europa y de España.

Antonio Gutiérrez Vegara fue secretario general de CC OO (1987-2000) y presidente de la Comisión de Economía del Congreso (2004-2011).

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