Sabiduría
La rutina de la pandemia ha sido la constatación de que la muerte ya no tiene la menor importancia social entre nosotros
Durante meses hemos asistido a cientos de miles de muertes que habitualmente no se mencionan en público ni forman parte de lo que llamamos “política”. Hete aquí que durante semanas la muerte ha estado presente en todo momento. Un regreso a la lectura de Emanuele Severino, fallecido en enero, me pareció pertinente.
Durante miles de años los mortales no moríamos del todo. En Oriente, hasta hace poco, las gentes se reencarnaban en segundas y terceras vidas. En Occidente el cristianismo logró que durante más de 1.000 años muchos europeos resucitaran para vivir una vida eterna. Pero a partir del siglo XVIII el cristianismo fue menguando y ya Nietzsche lo dio por muerto. Seguiría habiendo gente religiosa, sí, pero la vida eterna quedaría reservada para los islámicos y otros residuos píos que pudieran necesitar consuelo.
Severino es el filósofo que meditó sobre ese invento que es la muerte occidental. Un salir de la nada, permanecer unos años entre los animales, y volver a la nada para siempre. Severino creía que el primer signo de esta muerte nihilista y total se encuentra en las tragedias de Esquilo. Una muerte por aniquilación que sigue viva hasta hoy y sobre la que sólo la filosofía podía ayudarnos a entender el horror de la nada. Pero la filosofía ha sido barrida de los estudios porque en un par de siglos nos hemos ido haciendo a esa muerte aniquiladora y ya parece que no precisamos ayuda, la hemos asumido. Morimos en extrema soledad, para siempre, y a muy pocos les angustia o duele.
Se diría que la rutina de la pandemia ha sido la constatación de que la muerte ya no tiene la menor importancia social entre nosotros. Se ha convertido en puro número, un cálculo más del poder político, otra técnica trivial. Nos hemos endurecido.
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