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West Ham United
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El verdadero campeón de Europa: crónica de unas burbujas que no se reventaron

El escritor mexicano explora su relación con el West Ham, el equipo de la liga inglesa que derrotó el pasado junio a la Fiorentina en la final de la UEFA

Aficionados del West Ham United en Staromestske Namesti, Praga.
Aficionados del West Ham United en Staromestske Namesti, Praga.James Manning (Getty Images)

Las burbujas vuelan sobre Praga con cierta ternura. Es una vista conmovedora, está es una de las ciudades más bellas del mundo, y ahora con burbujas flotando por doquiera, muchos turistas se preguntarán si no están en un sueño. Una masa de ingleses borrachos se encargan de traernos de regreso a la realidad. No, no es un sueño y puede convertirse en una pesadilla. Las burbujas, los ingleses y yo estamos aquí por la misma razón, el West Ham juega la final de la UEFA Conference League contra la Fiorentina. Se trata de un hecho casi sin precedentes: la última vez que el West Ham llegó a una final europea fue en 1975… y la perdieron.

Mi historia con el West Ham la he contado antes y mejor; cuando tenía 6 años mi familia se mudó a Inglaterra y para aligerar la transición, mi papá me regaló un camión de juguete con un letrero indicando su destino: West Ham. Luego vi que los aficionados de ese equipo soplan burbujas y les cantan una dulce canción sobre cómo siempre se revientan, al igual que sus sueños y su suerte. Pese al nostálgico derrotismo, me enamoré. Varias décadas después, estoy en Praga a la expectativa de la primera final europea a la que el West Ham ha llegado en el transcurso de mi vida.

Le voy al West Ham aunque gane, la frase de los aficionados del Atlas puede ocuparse perfectamente para este equipo inglés. La historia del West Ham es grandiosa pero poco gloriosa. Un equipo asociado con muchas tradiciones; con la clase trabajadora inglesa, con uno de los adefesios más grandes de la gastronomía mundial; la anguila engelatinada, y el hooliganismo de los setentas; el equipo tiene una larga tradición y muy pocos trofeos. La costumbre de la derrota está inmortalizada en su hermoso himno; “Siempre soplaré burbujas, lindas burbujas en el aire, vuelan tan alto, llegan al cielo, y al igual que mis sueños se desvanecen y mueren. La suerte siempre se esconde, ya busqué en todos lados, siempre soplaré burbujas, lindas burbujas en el cielo.”

El equipo podrá tener pocos trofeos pero tiene una de las aficiones más grandes de Inglaterra. Aquí en Praga se calcula que han viajado al menos 40.000 y solo 8.000 de ellos tienen boleto para la final. Hay una emoción palpable entre los londinenses, de pronto se vislumbra ante ellos la posibilidad del triunfo. Esto genera confusión; aquí la victoria es desconcertante. Es como si de pronto estar en su antesala fuera un error: ¿Y qué hacemos si ganamos? En la plaza central de Praga hay un incómodo júbilo, un frenesí que tiene un tinte de no-sé-bien-cómo-prepararme-para-una-final-porque-nunca-antes-he-estado-en-una.

Por lo pronto Praga es una fiesta deslumbrante, entre los aficionados del West Ham abunda la alopecia; las calvas llevan dos días reflejando el sol de Praga como espejos. Los aficionados cantan. Cantan y beben. Cantan canciones juguetonas y muchas veces masoquistas. Esto no es el Real Madrid, aquí no hay un sentimiento de superioridad moral, no hay triunfalismo, sabemos que el equipo está para perder, y si gana, pues ni modo. Las letras de las canciones se burlan de esta condición. Por ejemplo, “El West Ham es enorme a donde sea que vaya” cantan los aficionados con toda la intención de la ironía, aunque ahora, en una final europea, hay una confusión sobre si la canción que empezó como una burla a sí mismos no se ha convertido en una incómoda realidad.

La historia de este cántico merece la pena. Lo que es el triunfo de un pequeño, es el fracaso de un grande. El año pasado el West Ham sorpresivamente empezó a ganar y ascendió a la Europa League. Del lado contrario, el Barcelona sorpresivamente empezó a perder y cayó a la Europa League. De la nada, se vislumbró la ridícula posibilidad de que el West Ham pudiese enfrentar al Barcelona en la final de la Europa League. Desde los octavos de final los aficionados londinenses empezaron a cantar “¡Barcelona, vamos por ti!” La posibilidad de ese partido, al igual que el cántico amenazante, eran un absurdo delicioso y los aficionados del West Ham lo saborearon con humor.

Cuando el West Ham eliminó al favorito del torneo - el Sevilla- nada hacía sentido; envueltos en la ridícula lógica de ese mundo raro, crearon la canción “el West Ham es enorme”. Al final, el West Ham quedó eliminado en las semifinales y no pudo enfrentar al Barcelona, pero el cántico quedó inmortalizado como el himno de la temporada más exitosa de los últimos tiempos. Nada más absurdo para un club como el West Ham que encontrarse con la posibilidad de fracasar y sin embargo triunfar.

En Praga los aficionados del West Ham sabemos que mañana será el último partido del icónico capitán Declan Rice antes de irse a un equipo más grande. “Un año más, un año más Declan Rice” empiezan a cantar los ingleses, pero con la cerveza y el buen ambiente, la canción sigue y sigue hasta que llegan a “10 años más, 10 años más Declan Rice.” De pronto el viejo reloj astronómico de Praga suena y los ingleses se voltean y espontáneamente empiezan a cantarle: “¡No eres más que un Big Ben chafa! ¡No eres más que un Big Ben chafa!” Todo mundo ríe y un grupo de aficionados italianos filma la escena.

La sensación es deliciosa, en el ambiente en Praga domina una ingenuidad infantil, casi ingenua, que cada vez se ve menos en el fútbol corporativo y global. Estos son aficionados de a deveras, gente que siente los colores desde la cuna, que vive el barrio, que sabe que nacer en el este de Londres no es fácil, ni siquiera en el futbol. Para los aficionados del West Ham la victoria es una extraña posibilidad, para ellos el goce está en el simple hecho de estar aquí; quién sabe cuándo vuelvan a poder estarlo.

Por eso este torneo de la UEFA es un gran acierto. Efectivamente, la final de la Conference League no inspira demasiada pasión en México, donde el fútbol europeo es visto como una lucha de super marcas globalizadas por el dominio continental. A muchos aficionados mexicanos les hubiera gustado más la grotesca idea de la SuperLiga que la creación de este tercer torneo de UEFA. Para el aficionado más sutil, la Conference League es una oportunidad de que lo local trascienda, un torneo donde los equipos más modestos, pero también más reales pueden luchar por ganar algo. El año pasado la Roma lo celebró como si hubieran ganado la Champions, y este año, sea el West Ham o la Fiorentina, se celebrará de la misma forma. Los aficionados locales tendrán un triunfo sobre los globales, el arraigo sobre el corporativismo.

Yo estoy aquí invitado como prensa, cosa que agradezco infinitamente porque el estadio es demasiado pequeño y hay 30 mil aficionados del West Ham desesperadamente buscando boletos en las calles de Praga; varios de ellos se me acercan ofreciendo sumas astronómicas a cambio de mi pase de prensa. Mejor lo escondo. El asunto se ha vuelto tan candente que según reporta el “werevertumorro” en redes, la reventa para este partido está más cara que para la final de la Champions League. El mercado no se equivoca; el ambiente de un estadio pequeño y una afición con arraigo compensa el glamour de la Champions. Si en el mundo hipster de la gastronomía, lo local y lo auténtico vale más que lo global, entonces hace sentido que la experiencia de vivir un partido del West Ham cueste más que uno del Manchester City. Este es el futbol real, el de las masas y el barrio, el de la pasión y la identidad; si existe un realpolitik, que se funde hoy el concepto del realfutbolistik.

En todo caso mi pase de prensa es mucho más que un boleto y entre otras cosas me permite asistir al último entrenamiento del West Ham. La cita es en el Estadio Stahovsky. El estadio es enorme en un sentido desconcertante; con una capacidad de 250.000 aficionados y un campo tres veces más largo y ancho que el de un estadio de futbol, éste es el estadio más grande que haya existido en el mundo, aunque hoy es poco más que una ruina fantasmal. “Se parece al viejo estadio del West Ham”, bromea un periodista inglés al ver las ruinas. Lo cierto es que el lugar es tétrico, con su arquitectura soviética y su abandono palpable, me imagino pocos lugares en los que me daría más miedo estar de noche. Lo que hace todo esto más increíble es que el Stahovsky no fue construido para ser un estadio de futbol sino de gimnasia, difícil imaginar que la sutileza de dicho deporte se pudiera apreciar mucho desde las gradas. Además, por alguna razón indescifrable, las canchas están flanqueadas por unas torres que recuerdan a las de una cárcel; “para que los francotiradores le dispararan a los atletas que no le gustaran al dictador”, bromea cruelmente otro periodista.

Ver al West Ham entrenando a un metro de distancia es una experiencia sublime. Pocos lo saben, pero durante la pandemia jugué futbol profesional en Panamá. Sobra decir que fue una carrera corta e intrascendente, pero estar en la cancha con atletas de alto rendimiento cambió mi entendimiento sobre el deportista. Siempre he gozado de una gran condición física pero cuando llegué a Panamá los primeros dos meses no logré aguantar más de 5 minutos a su ritmo. Aquí no aguantaría ni uno. Parado frente a dos de los mejores jugadores del mundo (Rice y Paquetá) siento su fortaleza y las inmensas diferencias que hay incluso entre los atletas que yo conocí y ellos. Vistos desde la televisión, los jugadores pueden parecer lentos y hasta torpes, estando frente a ellos se dimensiona su poderío.

Habiendo dicho todo esto, lo más impresionante del entrenamiento son las piernas de Declan Rice, puedo jurar que el capitán del West Ham tiene tres pantorrillas en cada pierna y otros muchos músculos que nunca antes he visto. No soy el único que está anonadado. “¡Ya viste las piernas de Rice!” me pregunta un periodista que parece estar teniendo el mismo lapsus que yo. Incluso entre la oprimente arquitectura del Estadio y la lluvía que comienza a caer, Declan Rice resalta. Lo vamos a perder este verano, pero si nos gana la copa, solo los legendarios Bobby Moore y Billy Bonds estarán a su altura en la nomenclatura del West Ham.

El día del partido

El día del partido, Praga viste los colores del West Ham y aún las burbujas persisten. ¿Por qué no se han reventado? Yo llego al estadio a las seis en punto, no sin antes visitar el centro de Praga y la “Fan Zone” para revisar el ambiente. Ambas están a reventar. ¿Cuántos londinenses han hecho el viaje? En Praga hay indicios de que somos un equipo más grande de lo que incluso nosotros imaginamos. A nadie debería sorprenderle este hecho. Si el West Ham fuera un equipo mexicano, sería el equipo de Iztapalapa. Para el resto del mundo el equipo azul de Polanco, y el blanco de la Miguel Hidalgo podrán parecer más grandes, pero el barrio, las masas y las calles nos pertenecen a nosotros.

En el baño de la “Fan Zone” un señor me confiesa que ha usado todo el dinero de su pensión para traer a su familia al partido. “Mi esposa y mi hija no lo saben, pero no hay nada que hubiera podido hacer con ese dinero que las hubiera hecho tan felices como esto. ¿Para qué me sirve ese dinero si no es para darles felicidad?”, me pregunta. Antes de salir del baño se vuelve a acercar a mí. “Es mejor que no lo sepan, no somos gente de dinero”, me dice en un tono que no esconde una cierta amenaza.

Otro aficionado, John, ha venido a Praga sin boleto, pero me cuenta que él y su hermano estuvieron en la final del 75 y no podía perderse ésta. “No creo que me toque otra final en mi vida, tengo 75 años y seamos honestos, estamos hablando del West Ham”. John se ha vuelto mi amigo y unas horas después me manda un mensaje. “Compré un boleto en la reventa.” Yo no le he pedido justificar su derroche pero unos segundos después me llega otro mensaje: “Sobreviví al cáncer y a las dos últimas derrotas del West Ham en finales, me toca una victoria aunque me salga muy cara.”

Ya en el Eden Arena los jugadores reconocen el terreno de juego. Yo los observo pero observo más a la prensa. Me intriga saber cómo trabajan, he leído a muchos de ellos, la mayoría me parece fatal, pero hay un par que admiro. La prensa del futbol es pusilánime, fluyen con las corrientes de la victoria y la derrota sin mucho ánimo de pensamiento crítico ni profundo. Cuando las cosas van mal, critican, cuando las cosas van bien, alaban. La lógica de esto es impoluta, solo que la realidad es más compleja. He leído al mismo periodista decir que un técnico ha desarrollado la cantera, y luego, que la ha destruido, con solo cuatro partidos de diferencia. He leído a un mismo periodista decir que el mismo jugador fue un éxito por anotar 8 goles a pesar de las lesiones, y dos partidos después decir que es un fracaso porque solo anotó 8 goles y estuvo repleto de lesiones. Como siempre, hay excepciones. En México la excepción se apellida Gómez Junco.

Lo primero que me llama la atención es que la prensa inglesa y la italiana no conviven ni comparten; se ignoran mutuamente. Esto me sorprende. En la antesala de una final uno esperaría que cada campamento buscaría sacarle información al otro. ¿Cómo juega la Fiorentina? ¿Cuál es la percepción sobre este partido en Italia? Aquí nada de eso parece ocurrir. Los ingleses siguen siendo un tanto insulares, les interesa lo suyo y poco más. Quizás por eso me ven con una amable indiferencia, no conocen México ni les interesa. “Ojalá y me toque cubrir el mundial desde Estados Unidos”, me dice uno inmediatamente después de que le digo de dónde vengo. “Creo que el ambiente del mundial va a estar mejor en México”, le respondo. Mi interlocutor no se inmuta, si acaso mi comentario le ha causado una condescendiente risa. “Dudo mucho que alguien quiera cambiar la modernidad y el confort de Estados Unidos por “un mejor ambiente en México”. Me responde. De alguna manera su respuesta describe al futbol globalizado: la modernidad y el confort sobre la pasión y la efervescencia. El lema que describe la época.

A veces yo soy el abrupto e insensible. Como cuando me acerco a dos periodistas que están platicando y le digo a uno de ellos que me gusta leerlo porque piensa igual que yo sobre David Moyes, el técnico del West Ham. Al preguntarme a qué me refiero, le empiezo a enlistar una serie de adjetivos peyorativos sobre el técnico y de la nada me encuentro interpelado por el segundo periodista con una ferocidad inusitada. El primer periodista parece divertido, nos observa discutir un rato antes de presentarnos. Emilio, te presento a Jonathan, un gran periodista y uno de los amigos más cercanos de David Moyes. Una cosa es ser franco y otra abrupto, creo que he caído en el terreno de lo segundo, así que me entra el bochorno y pido disculpas por mi rispidez. Jonathan se ríe, resulta que además de ser un gran periodista y el mejor amigo del hombre al que acabo de acribillar, es un ser humano encantador. ¡Que viva Escocia!

En la conferencia de prensa me siento en primera fila y hago preguntas a mansalva. A Julien, el encargado de la UEFA, le ha parecido maravillosamente exótico que haya un mexicano cubriendo este evento y me da la palabra en todo momento. Le pregunto a Moyes sobre su estrategia, a Bowen y Soucek sobre su preparación, al técnico de la Fiorentina cómo planea contrarrestar a Rice y Paquetá y finalmente en un italiano muy resquebrajado, a Milenkovic qué se siente enfrentar a un equipo que pudo haber sido el suyo. Milenkovic me congratula por mi italiano, aunque su cumplido se siente más como la respuesta de un “chingaquedito” a una pregunta que le ha parecido más bien incómoda. No importa, yo me siento en Ted Lasso. Al final, Julien se acerca con mucha curiosidad por entender qué hago aquí. Cuando le explicó queda muy satisfecho. “No creas que no me doy cuenta que traes una playera del West Ham abajo de tu sweater”, me dice juguetonamente.

He sido descubierto. Soy aficionado al West Ham. En realidad no tengo nada que esconder, soy escritor y escribiré sobre el partido, pero aún así me da el síndrome del impostor. Como no sé bien cómo funciona este mundo y quiero dejar bien parado el nombre de mi país, prefiero disimular la situación. Esto no va a ser fácil, se vienen 90 minutos de alto estrés en los que tendré que fingir aburrida neutralidad. Voy al baño y me cercioro de que ahora sí mi sweater cubra mi playera. Luego, un oficial de la UEFA me acompaña a mi lugar en la esquina izquierda, entre un viejo periodista inglés y un joven marroquí. Me instalo junto a ellos, viendo con envidia como el resto de la afición del West Ham brinca y canta en desenfreno.

El partido comienza y eso es desconcertante. La antesala a este juego ha sido tan larga que me parece inverosímil que ya por fin haya empezado. Semanas y semanas de preparación para un santiamén que durará poco más de 90 minutos. Eso es el futbol, más largo que un orgasmo, pero más corto que una película. La afición del West Ham entra en furor, yo entro en una especie de transe de nervios que no se me quita hasta que el inglés a mi lado se voltea y me dice: “¡Que partido más aburrido, por Dios!”. Lo volteó a ver extrañado, este es el partido más tenso que he vivido en mi vida, no ha habido tiros a gol, pero cada saque de banda me ha parecido el suceso más emocionante del año.

Lo cierto es que en el primer tiempo no sucede nada y en el entretiempo los periodistas comentan lo malo que ha sido el partido. Varios critican a Moyes por su mentalidad defensiva y miedosa. ¡Solo espero que Jonathan no los escuche! Yo tengo otros planes para estos quince minutos. He venido a Praga pese a las súplicas de mi contador, por eso le he prometido que ahorraré todo lo que pueda y he hecho un esfuerzo por cumplir regresando a mis regímenes universitarios. Desde que llegué a Praga llevo tres Bic Macs y dos Cajitas Feliz. Hace 10 años que no comía en un Mcdonalds y debo confesar que hay algo reconfortante en saber que hay cosas que nunca cambian. Mi mundo ha cambiado mucho en la última década, pero la Big Mac sabe igual. La comida chatarra puede resultar una buena terapia para los que sufrimos de ansiedad de cambio.

Cuento esta tragedia gastronómica porque es tal mi nerviosismo y pobreza que aprovecho el medio tiempo para zambutirme toda la comida que puedo del buffet que la UEFA ha amablemente ofrecido a los periodistas. ¡Vaya impresión que he de estar dando! En estos momentos mi pudor es limitado, si como suficiente aquí podré evitar la Big Mac de rigor para la cena. Ese es mi aliciente. Cuando el hambre aprieta, la verguenza afloja, decía Don Ramón con mucha sabiduría. Unos minutos después, llego de regreso a mi palco con el estómago lleno y los nervios de punta; mi vecino me pregunta si todo está bien. “Tengo jetlag”, le contesto.

El segundo tiempo es otra historia. Una épica de esas que solo el futbol o los escritores griegos pueden generar. Los aficionados del West Ham avientan vasos a la cancha y descalabran a un jugador de la Fiore. El árbitro para el partido y surge un rumor de que el partido puede ser suspendido. Afortunadamente tanto el árbitro como los aficionados recapacitan y el juego se reanuda con más civilidad. Esta pausa nos beneficia, la Fiore juega mejor futbol; nosotros dependemos de una desconcentración suya.

A los pocos minutos una jugada polémica ocurre en el área de la Fiorentina: parece ser que el balón ha tocado la mano de un defensa italiano y el árbitro marca penal. El Var entra en acción y el corazón se me detiene. ¿Será posible que está vez la “suerte NO se nos esconda”? La revisión del Var parece eterna, pero aquí arriba hay consenso entre los periodistas ingleses: es mano. Los italianos no están tan de acuerdo, empuñan la mano como si cargaran un huevo.

Los árbitros del Var parecen tan divididos como los periodistas acá arriba, le piden al árbitro central que lo revise él mismo. El colegiado corre a su pantalla y el estadio cae en un silencio fúnebre aguardando su decisión final. Esta decisión puede definir el partido. 1975-2023, 28 años pesan sobre sus espaldas. Por fín el árbitro corre al centro del campo y alza su brazo como un dictador. ¡Penal! La afición del West Ham se vuelve loca. Hay tumultos en las gradas y yo suelto un grito involuntario. Mi colega me voltea a ver extrañado, por su rostro veo que espera una explicación a mi súbita muestra de emoción. “¡A este partido le hace falta un gol para mejorarse”, le digo intentando recomponer mi compostura. Mi colega analiza mi coartada y aprueba. “Tienes toda la razón.”

Cualquier aficionado del West Ham es suficientemente sabio como para esperar lo peor. El penal está sancionado pero aún no cobrado. Dios alenta el tiempo en los segundos previos al cobro. Benrahma. Algerino. 27 años. 12 goles. Todo será estadística a menos que se vuelva héroe. Los héroes no tienen numerologías, tienen leyendas. “No tengas miedo de fallar el tiro de penal”, la famosa frase del mejor de los cantautores italianos viene a mi mente. Los aficionados de la Fiore deben estar recitando a De Gregori con escapulario en mano.

Todo parece andar en cámara lenta hasta que Benrahma se perfila, tira, y mete el penal en el costado derecho. ¡Genio! Entonces todo se acelera. Mi cuerpo segrega cortisol, mi hipotálamo se activa y lanza una señal a mi corazón, mi corazón bradicárdico empieza a arrojar más sangre de lo normal hacia todos lados y yo siento ganas de gritar. Nadie se da cuenta; por fuera mi cuerpo se mantiene rígido y en pose elegante, la presión de representar dignamente a mi país reprime mis verdaderos sentimientos sobre lo que está pasando.

Desafortunadamente el gusto me dura poco. Unos minutos después, Giacomo Bonaventura atraviesa un hermoso disparo y este se clava en la portería del West Ham. Estamos nuevamente empatados, uno a uno. ¡Vaya injusticia! Me reprocho mi ingenuidad. La futilidad de emocionarse cuando en el fondo uno sabe que las burbujas siempre se revientan. Es su naturaleza.

El reloj avanza y cada vez avanza más rápido. Dios está compensando por la lentitud anterior. A partir de este momento cualquier error se vuelve fulminante. Los aficionados se han callado. ¡Despierten! ¡Estamos en una final! No hay que olvidarlo. Creo que el error fue que los aficionados del West Ham se atrevieron a creérsela. Durante 8 minutos creyeron que su equipo podía aprender a triunfar hoy en Praga. Ahora ya no están tan seguros, pero el haber probado la victoria nos ha vuelto codiciosos. Hace unas horas dábamos gracias tan solo por estar aquí, ahora -los muy engreídos- ¡Además queremos ganar! Eso explica el silencio: la expectativa, la maldita esperanza…

El reloj avanza y el tiempo se agota. Van a agregar 4 minutos. Es típico del West Ham perder en el último minuto. Alguien por favor recuerde la derrota ante el Liverpool en la final de la FA del 2006. ¡No! Mejor no pensar en eso. Yo prefiero ser optimista, es el minuto ochenta y nueve y me volteó con mi colega inglés. “Esto se va a resolver en penales”. Él está de acuerdo conmigo. Queda un minuto de tiempo regular y en la cancha no pasa nada, los dos equipos ya juegan para no perder.

Es el último minuto de juego y la Fiorentina revienta el balón lo más lejos de su portería. Es lo adecuado. Un defensa del West Ham cabecea el balón a cualquier parte. Hoy esa “cualquier parte” resulta ser los cultismos pies del astro brasileiro Lucas Paquetá. En esa misma circunstancia cualquier otro de los 22 jugadores en la cancha daría un pase horizontal para asegurar la pelota; de todas formas no hay a dónde más ir. Al menos que … Paquetá… Él ve algo que nadie más ve. Un espacio que aún no existe. Una oportunidad donde otros ven piernas. Estamos hablando del 10 de la selección brasileña, del jugador más caro de la historia del West Ham. El brasileño hace dos movimientos, controla el balón y luego lanza un pase hacia adelante por un resquicio imperceptible. Jarred Bowen corre, el pase es perfecto y deja al inglés solo contra el portero. Esta escena la he visto muchas veces, con la selección mexicana y el West Ham: un mano a mano con el portero que cualquier jugador del Barcelona anotaría, pero que los jugadores de los equipos que yo amo, no.

Nuestro Jarrod Bowen controla el balón y avanza. Bowen es bueno pero no infalible. Lo sabemos. En su segundo paso ya tiene a un defensa encima y por eso tiene que precipitar su tiro. El tiro no es perfecto y golpea al portero en el hombro. Me temo que esto ya lo he visto antes, la posibilidad perdida en el último minuto que recordaremos el resto de la vida. “Si Bowen la hubiera metido…”, diremos en el futuro al hablar de la derrota. Pero no. Hoy no. El balón hace una extraña parábola y de la nada, se escurre al fondo de la red. Aquí se acaba el maleficio. ¡Lo imposible ha sucedido, Bowen ha anotado en el último minuto y el West Ham es campeón de Europa!

Los puristas reclamarán este enunciado. Esta no es la Champions. Los puristas no entienden nada. El West Ham es campeón de Europa y si tienen dudas que le pregunten a la UEFA. En su página oficial hay un buzón de quejas. Aquí en República Checa el estadio entra en frenesí. Hay gente llorando y gritando. Hay niños tirados en el suelo. Yo corro a la zona mixta y luego a los confines de la cancha. A dos metros de mí, los jugadores se abrazan, alzan la copa, se enredan en júbilo y lágrimas. Las mías no pueden salir, estoy más en shock que en éxtasis. El niño que fue con su papá una tarde lluviosa de 1995 a Upton Park a ver al West Ham ganarle 4-2 al Blackburn Rovers, ahora está viendo cómo ese mismo equipo alza una copa europea a unos centímetros de él.

Si estiro mucho la mano podría tocar la copa, pero, ¿me pertenece ese derecho?. ¿Los aficionados somos parte del equipo? Hay algo que me incomoda de celebrar el triunfo ajeno. Llorar por un equipo de fútbol: ¿un acto de inmadurez del adulto que soy o de resiliencia del niño que fui? La psique es rara: he esperado tanto para esto y ahora sí saco lágrimas pero no siento nada. ¿Nada? No. Es algo, y ahora sé que es: más que cualquier otra cosa es cansancio. Estoy agotado. Me pregunto qué sentiría Sísifo si un día llegara a la cima y le dijeran que no tiene que volver a bajar. Creo que sería algo muy parecido a lo que siento: abatimiento. No es que tenga el síndrome de estocolmo hacia la derrota, es que liberarme de ella me ha dejado sin energías. Uno no se pone a celebrar después del orgasmo, se dispone a descansar.

Mientras tanto el estadio baila. Baila y canta. “¡Bowen está en llamas y se está cogiendo a Danny Dyer, Bowen está en llamas y se está cogiendo a Danny Dyer, ¡BOOM!”. A pesar de mi cansancio observo con maravilla e incredulidad. Son mis ojos de niño los que miran ahora. Los jugadores bailan con los aficionados, sin miedo a ellos, sin menosprecio, aquí se siente el espíritu de una comunidad, ¿de un equipo? También hay burbujas, burbujas por doquiera, muchas burbujas redonditas y pachonas. Burbujas sanas, burbujas llenas, burbujas gorditas y bien alimentadas. Estás son burbujas que no explotan, estás son burbujas que vuelan sin miedo a caer, estas burbujas tocan el cielo sin reventarse. Nadie ha visto más burbujas que un aficionado del West Ham, pero nunca hemos visto burbujas como éstas.

Durante las siguientes horas la ciudad de Praga será testigo de una fiesta efervescente. Mañana, en las calles de Londres 70.000 aficionados del West Ham recibirán a sus héroes como si hubieran ganado la guerra. La guerra contra lo imposible. Los otros 40.000 que estamos en Praga no tendremos tiempo de llegar a ese festejo, pero ya sabemos que somos suficientes para llenar dos ciudades con nuestra celebración. Declan Rice está más sorprendido: “No me esperaba que saliera tanta gente a las calles”, dice en televisión nacional.

Yo estoy agotado pero he visto al West Ham campeón y ni el vuelo pollero que me regresa a casa con paradas en Bruselas, Varadero y Cancún, ni la chica que me vomita encima cuando despegamos de Cuba, me podrán quitar la sonrisa de la boca. Cuando por fin aterrizo en México recibo un mensaje de John: “Espero que hayas llegado bien y que ya te hayas dejado de pellizcar… ¡todo fue real! ¡Sí sucedió! Te lo prometo.” Praga y las burbujas parecían un sueño, West ham y una copa, una ilusión, tengo mis dudas de todo, pero por esta vez, le voy a creer a John.

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