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Cartas de Cuévano
Columna
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D’Artagnan

El amor fraterno es un bálsamo invaluable que quizá deberá mencionarse más a menudo en el doloroso contexto con el que nos ha golpeado la llamada nueva realidad

Una ilustración de Jorge F. Hernández.
Una ilustración de Jorge F. Hernández.

Digerida la lectura –o bien, la vida misma– queda el sabor de algo muy injusto cuando se cae en la cuenta de que el joven D’Artagnan es el principalísimo personaje de la novela cuyo título alude a los otros tres mosqueteros. Incluso, en las otras dos entregas como novela-folletín, Alexandre Dumas no niega en la tinta el protagonismo del joven gascón de mandíbula prominente que no por ser el más joven de los célebres espadachines quedaba por detrás de Athos, Porthos o Aramís. Algo así me llena hoy de lágrimas el alma al despedir a mi hermano Paco, casi siempre evocado a la saga del trío que formé con Luis, el mayor, y Antonio, el que me sigue, donde insistíamos en quitarle la palabra cada vez que se podía, enjaretarle el pago de diversos brebajes y dar siempre por hecha su sombra incondicional.

De no haberme corregido con ortodoncia un marcado prognatismo de la quijada podría dibujarse en mi cara un cierto clonazgo con Paco, el menor de los cuatro y de muy prominente mandíbula. De niño, siempre me pareció que tenía la frente exagerada y los ojos demasiado saltones; ya con canas le dio por usar los lentes a media asta como si a la mitad de la nariz enfocara mejor las miles de fotografías que tomaba con planos y perspectiva de profesional, como si viera mejor las cosas del mundo.

A Paquito se lo ha llevado la pinche pandemia que ha azotado al mundo y a México en particular con una saña inmisericorde, enredada en gazapos y contradicciones, abusos y calladas verdades que ni él mismo pudo ver bien venir y mi corazón boga desde lejos con los abrazos que le quedo a deber, con la angustia de que nuestro hermano Luis no se ha enterado aún de su partida por estar él también intubado, lidiando la gravedad del mismo bicho anidado en el jardín azul de sus pulmones. Ambos inhalaron el bicho invisible en un contagio colectivo que se irradió entre otros miembros de mi familia allá en Guanajuato… mas de hecho, ¿no será prudente acordar que absolutamente todos los contagios son círculos concéntricos que se han ido hilando de persona a familia, de población a sociedad, de paisaje a países uno y todos o todos a una en una oscilante reverberación de luto que irónicamente nos confirma lo que nos une a todos como planeta?

Mis hermanos han sido un don que me ha permitido asumir desde muy temprana edad la sincronía y sintonía de un afecto casi indescriptible cuya principal característica es que no compartimos padres. Sumados los nietos de mis abuelos –maternos y paternos– más los nietos de sus respectivos hermanos, yo llegué a este mundo sabiéndome parte de una polifacética legión de casi cien primos y de la sin-cuentena de los llamados primos hermanos, un puñado exclusivo (y excluyente) muy cohesionado (casi milimétricamente) de hermanos-primos. Así como Eliseo Alberto explicó que hay quien profesa el axioma creer para ver a contrapelo de la mayoría que precisa ver para creer como el incrédulo Tomás, así nomás por una enrevesada cronometría generacional Paco, Luis y Antonio nos sabíamos hermanos independientemente de la genética y apellidos maternos donde cada quien cuenta con otros hermanos y hermanas tan de veras como la filiación inquebrantable que establecimos entre nosotros mosqueteros desde que nos presentaron por primera vez en pañales.

Escribo entonces esta esquela no como un abuso por publicar párrafos privados o íntimos como catarsis, sino como confirmación de que la hermandad que hoy lloro es simiente que apuntala la secreta condición de la amistad como forma del amor y de los amores inmarcesibles que rebasan todo límite de tiempo o espacio. Es decir: el amor fraterno que me une a mis hermanos-primos y a mis amigos de corazón es un bálsamo invaluable que quizá deberá mencionarse más a menudo en el doloroso contexto con el que nos ha golpeado la llamada nueva realidad, aunque lo decía desde el púlpito un presbítero poeta de hace siglos: la muerte de todo hombre me disminuye y a la hora de volver a escuchar que dobla la campana no debe quedarnos la menor duda de que dobla por cada uno de nosotros.

También escribo estas líneas porque la vida y obra de Paco mi hermano no merece perderse en la amnesia y evocarlo aquí con el corazón como tinta podría ser abrazo para todos sus deudos y celebración de sus pasos… ahora que vuela. A Paco le debemos no pocos descubrimientos notables de melómano contagioso, desde el jazz a ciegas de Montoliú a la taquicardia tribal de Héctor Lavoe y Son 14; hay que agregar los videos inexistentes de Paquito con el balón cosido al empeine y el glorioso día en que marcó a un Negrón de inmensa habilidad en un partido dizzzque amistoso cuando estudiaba un postgrado en Canadá y acercarse al final del partido para intercambiar camiseta con el morenazo que resultó ser un jugador profesional que acababa de competir muy dignamente en el Mundial de Italia 90, defendiendo los sagrados colores de Camerún.

Paco estudió Arquitectura en la gloriosa facultad colonial y conventual de la Universidad de Guanajuato en la cuesta aledaña al Mercado Hidalgo que parece estación de ferrocarril porfiriano y a unos pasos de donde creo sigue en pie la torre morisca de azulejos que fue faro y despacho de nuestro bisabueolo Pedro Félix. Con una creativa pandilla de bohemios de restirador y compases, en época de tinta china y papel cebolla, Paco siempre entrelazó todo lo que lo formó como arquitecto con las fibras del corazón y tantos telones de arte puro y así, estudió un postgrado en Lubbock, Texas donde conoció a un tal Ieoh Ming Pei. Cuando Paquto volvió de esa experiencia narró por las cantinas de Guanajuato que el tal Pei mostraba el proyecto de un sueño guajiro: poner en pleno patio de entrada del Museo del Louvre de París una inmensa Pirámide de Cristal y toda cantina con sobremesa se volvía escenario digno de novela de Ibargüengoitia, hasta que callamos las carcajadas el día en que Monsieur le Prèsident Miterrand inauguraba el sueño del chino que Paquito nos había adelantado, tal como lo hacía con música y libros, chistes y un raro imán que consta por lo menos en un Cuentínimo donde se narra la noche en que bajamos un cerro de Cuévano, desde el Pípila hasta el Jardín, platicando con un elegante fantasma que se nos esfumó en cuanto se abría la madrugada al lado del Teatro Juárez… y Toto sugirió digerir la impresión con unas libaciones prohibidas en el santuario etílico de La Cama de las Damelias.

Hijo y hermano ejemplar, consta que Paco mi hermano fue además un marido feliz y un padre afectuoso y cercano a sus hijos. Profesor universitario y sonrisa constante, aquí intento probar con el breve retrato de su andar por este mundo que la vida de uno solo, de alguien y de todos, de absolutamente todos los miles de muertos que sumamos a diario específicamente víctimas de un virus imperdonablemente feroz no merecen olvidarse y que cada duelo que hoy lleve su luto de lejos, sin poder despedirnos como queremos, entienda el inmenso dolor con el que escribo a media vista, nublada por mar, el inmenso amor que le tengo a Juan Francisco Hernández Ramos, arquitecto intemporal y D’Artagnan que fue siempre uno para todos… para quienes le seremos siempre todos para uno.

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