La familia de Lucio Cabañas, 50 años después del asesinato del líder guerrillero: “Había una orden clara de exterminarnos”
EL PAÍS reconstruye, a través de los testimonios de hermanos, sobrinas y primas, el terror y la persecución que han sufrido los Cabañas por parte del Estado mexicano
La única pista que tiene Antonia Morales Serafín (Acapulco, 56 años) sobre la desaparición de su padre, Abelardo Morales Gervasio, conocido como El Lucio de abajo —hermano y número dos del legendario guerrillero Lucio Cabañas—, fue una lista de nombres que una fiscal le enseñó hace unos 10 años aclarándole que no era una información oficial. Eran las personas que “probablemente” habían sido lanzadas desde un avión hacia el mar en la base militar de Pie de la Cuesta, en Acapulco, Guerrero. Corroboró, además, que la hoja no iba firmada ni tenía sellos del Gobierno. Sin embargo, de otra carpeta, esa misma fiscal le mostró otro folio que en letras negras, firmada y sellada por la Sedena, decía: “Total exterminio a toda la familia Cabañas, sus compinches y allegados”.
Morales Gervasio fue la mano derecha de Cabañas, maestro guerrerense normalista de Ayotzinapa, guerrillero y fundador del Partido de los Pobres, cuando la guerrilla comenzó a desplegarse por Guerrero, en la década de los setenta. Lucio de abajo recibía ese nombre porque, a diferencia de su hermano, enclavado en la sierra y en las montañas, él se hizo cargo de la operación urbana, en la parte de la costa del Pacífico. Antonia era muy pequeña, apenas tenía ocho meses, cuando en 1974 su padre fue capturado por el Ejército que asediaba y arrasaba con todo a su paso en la búsqueda de rastros de la insurgencia para exterminarla por completo. Era la oscura época de la Guerra Sucia.
Antonia es también la que se ha encargado, en los últimos años, de preparar amparos, denuncias y de convencer a los miembros de su familia —que no se quitaron el apellido Cabañas— para buscar justicia y pedirle al Estado mexicano que los reconozca como víctimas de delitos de lesa humanidad como desaparición forzada, secuestro, tortura física y psicológica, abusos sexuales, entre otros, que sistemáticamente han vivido en carne propia desde el asesinato de Lucio Cabañas, en 1974. Hasta ahora, la familia tiene abiertas más de 300 carpetas por denuncias relacionadas. Entre ellos, está el caso de Felipe Ramos Cabañas, desaparecido en este mismo periodo, y quien, además, es abuelo de Cutberto Ortiz Ramos, uno de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en 2014.
La resolución de la Corte
El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador emprendió en los últimos años algunos intentos de hacerse cargo de lo ocurrido en aquella época, como la comisión de la Guerra Sucia, además de las iniciativas de algunos jueces. No con pocas resistencias por parte de otros resortes del Estado. El pasado 13 de junio la Suprema Corte ordenó a la Fiscalía General de la República (FGR) que investigara los probables crímenes de lesa humanidad cometidos durante la Guerra Sucia, en el caso de cuatro mujeres, familiares de Lucio Cabañas, que constituyen delitos que no pueden prescribir. Es decir, que no tienen una fecha límite para su investigación debido a su naturaleza, ya que las víctimas denunciaron detenciones ilegales y torturas durante ese periodo —entre 1965 y 1990— a manos de servidores públicos y agentes federales de la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS).
Las mujeres son las primas hermanas de Cabañas: Rosa Elena, Flavia, Irene y Juana Nava Cabañas. Las cuatro fueron detenidas en 1972 cuando, ya desplazadas forzosamente a Ciudad de México —sin dinero, sin poder recibir una educación y sobreviviendo con la ayuda de desconocidos— fueron engañadas y llevadas a la Procuraduría de Justicia para ser interrogadas, algunas de ellas, durante más de un mes. Las autoridades las perseguían porque creían que su madre, Dominga Cabañas, era la madre de Lucio.
Rosa Elena Nava (66 años), tenía 14 años de edad. Recuerda que ella, su madre y sus hermanas llevaban días sin tener noticias de su prima Rosa Cabañas y su esposo, quienes también se habían trasladado a la capital mexicana. Una mañana de 1972, después de que sus hermanas, Irene y Juana, no volvieran de buscar a su prima, Rosa Elena, con el uniforme de la secundaria aún puesto, impidió que su madre se dirigiera a la casa de sus hijas mayores. Así que le pidió a su hermana Flavia, unos años mayor, que la acompañara. “Llegamos a donde ella rentaba, tocamos muy fuerte y alcancé a ver que un hombre recorrió la cortina y que tenía una metralleta. Salió y nos preguntó que a quién buscábamos y quiénes éramos. En ningún momento lo negamos, le dijimos que a Rosa, mi prima. Nos dijo que eran de la policía secreta y que nos llevarían a Pino Suárez”, cuenta en la sala de su casa.
A Rosa y a Flavia las metieron en un coche y se las llevaron a la Procuraduría de Justicia, que en ese momento se encontraba en Pino Suárez, en el corazón de la capital. Las pusieron en diferentes habitaciones y las interrogaron por más de 12 horas. “Aquí traemos otras guerrilleras”, recuerda Rosa que le dijo uno de los hombres a otro oficial al llegar a las instalaciones. “Me cacheteaban, me mentaban la madre, me decían que claro que sí sabía [dónde estaba Lucio Cabañas] y que me hacía pendeja, palabras así. Me rodeaban como 10 hombres, todos armados, preguntándome una y otra vez.”
Irene (76 años) estuvo retenida durante más de un mes. Ella y su hermana Juana habían hecho la misma búsqueda unos días antes. Estando en los separos de la Procuraduría recuerda que ambas coincidieron en ese lugar con la esposa y la hija de Genaro Vázquez, el otro guerrillero emblemático de la lucha campesina y sindical en México. “Nos llevaron a la misma celda a las dos y como a los tres días nos dijo una mujer que la esposa de Genaro Vázquez y su hija habían sido capturadas. Nosotras ya las habíamos visto pasar, iban empapadas porque las habían metido de cabeza al tambo de agua. Ahí nos tuvieron muchos días, yo calculo que desde que nos agarraron, el 17 de enero de 1972, hasta el 8 de febrero”, recuerda.
“Mi único delito fue mi apellido”
Pablo Cabañas Barrientos (El Porvenir, 84 años) hermano menor de Lucio Cabañas, vive junto con su esposa en la alcaldía de Iztapalapa, en Ciudad de México. Mira el techo de su casa y cuenta con orgullo que él mismo la construyó, con sus manos y su esfuerzo. Señala hacia afuera para indicar la dirección en donde estaba el sitio desde el que trajo las vigas y el material a pie para alzar su hogar.
Dice que con Lucio nunca habló de política y recuerda, con un orgullo apagado por la tristeza, que él lo seguía siempre, a donde fuera, casi ciegamente. Por eso también estudió para ser maestro en la normal rural de Ayotzinapa, y vio con admiración la forma en la que su hermano, fiel a una personalidad que resaltaba por su empatía desde muy pequeño, se convertía primero en líder estudiantil, luego sindical y después en guerrillero.
El señor Pablo no perteneció a la guerrilla. Se fue pronto a Sonora a trabajar como maestro, pero la persecución del Ejército lo alcanzó también ahí. El 17 de enero de 1972 lo sacaron de la escuela en la que trabajaba y después de pasar por varios cuarteles del norte del país, lo llevaron finalmente a Ciudad de México. “Me dieron todas las torturas que se sabían en ese tiempo”, dice, evitando entrar en detalles.
La mirada se le nubla, pero su apariencia de roble y su sentido del humor buscan zanjar cualquier tipo de nostalgia. Sin embargo, hay algo que recuerda perfectamente y que, al nombrarlo, hace que su tono de voz y su mirada se endurezcan: “Me mandaron a que me acariciara [Miguel] Nazar Haro. Me tuvo en tortura desde el 18 de enero, hasta casi el 27 o 28. Yo tenía 32 años. Él personalmente estaba en mis torturas, tenía sus esbirros que eran los que me golpeaban, pero él comandaba todo. Creo que no me mataron porque Dios es muy grande”, dice.
Pablo Cabañas estuvo encarcelado durante más de seis años, por los delitos de conspiración, asociación delictuosa e incitación a la rebelión y proselitismo. Al salir había perdido todo. Su familia, su casa, sus recursos. Nadie lo contrataba y, apenas mencionaba su nombre, las puertas se le cerraban en la cara. Tardó muchos años para que le dieran un contrato fijo, y en el momento de su jubilación, pese a contar con dos plazas como maestro, sus ingresos no superaban los 5.000 pesos mensuales (250 dólares). “Mi único delito fue mi apellido”, concluye.
El peligro de ser una Cabañas
A Guillermina Cabañas (Atoyac, 75 años) le enseñó a disparar Lucio, su primo hermano. Para ella, un hermano sin distinciones porque crecieron juntos. Cuando Lucio ya estaba en las montañas, ella y sus hermanos quedaron acechados por el Ejército, pero también por las personas que querían entregarlos por el miedo a que los militares arrasaran con su pueblo como lo hicieron con El Salto Chiquito, esa comunidad que fue borrada del mapa por ser el bastión del Partido de los Pobres.
Guillermina recuerda los más de dos años en los que permaneció en la guerrilla, junto a Lucio, hasta que quedó embarazada y tuvo que alejarse junto con su compañero del movimiento. Como la mayoría de los Cabañas, llegaron a Ciudad de México perseguidos y acorralados. Tuvieron a su primera hija, Yubicela Quiroz. La misma que en 1999 participó como estudiante de la facultad de Química de la UNAM, en la huelga estudiantil en contra del aumento de las cuotas de inscripción. La joven fue encarcelada durante varios días. Guillermina cree que su apellido pudo haber influido en que fuera de las últimas alumnas en ser liberadas.
Aunque Guillermina, con su voz tenue y su alegría aparente, hace un relato casi romántico sobre su vida en las montañas, omite, hasta el final, contar sobre sus duelos y desaparecidos: a su hermano Humberto Cabañas y a su hermana María del Rosario se los llevaron detenidos en 1976 cuando ya se habían establecido en Ciudad de México. A ella la liberaron después de un mes, pero nunca pudo reponerse ni física ni anímicamente del daño de las torturas y las violaciones sexuales que sufrió. Murió cinco años después, a la edad de 35. A su hermano Humberto nunca lo volvieron a ver. Su hermana le dijo que la última vez que lo vio estaba siendo brutalmente torturado y tenía la cara ensangrentada.
Amalia Cabañas del Valle (58 años) tenía nueve años cuando vio cómo se llevaron a su padre, Sóstenes Cabañas Tavares, primo de Lucio, golpeado brutalmente por miembros del Ejército. Nunca se repuso de eso. Amalia no ha podido aún hablar sobre el impacto de ese episodio. Actualmente, no puede salir sola a la calle. Su voz es muy tenue y prefiere no profundizar en casi nada de lo que recuerda. No volvió a ver nunca a su padre, y ella, sus seis hermanos y su madre, tuvieron que salir de Guerrero, con las manos totalmente vacías. Dice que por eso fueron niños enfermos, y que de adultos resintieron la persecución, la falta de tranquilidad, y de recursos que les permitieran tener una vida poco más digna. Amalia estuvo, durante siete años, diagnosticada con anemia.
La acompañante legal de la familia Cabañas, la abogada Pilar Noriega, responde con una esperanza cuidadosa a las preguntas sobre el futuro del amparo que las hermanas Cabañas recibieron y que obliga a que se investiguen los hechos de los que fueron víctimas como crímenes de lesa humanidad. Es una buena señal, dice, pero luego recuerda que, hace solo unos días, la FGR, el Ejército, Gobernación y otras dependencias impugnaron la sentencia por la desaparición del activista Rosendo Radilla, otro de los casos emblemáticos de represión en la década de los setenta.
Noriega no entiende por qué sucede esto después de que el Gobierno de Claudia Sheinbaum pidiera disculpas por los crímenes cometidos en 1968. El caso Radilla, junto con el de Lucio Cabañas, sigue dejando una deuda pendiente con las víctimas colaterales y aparentemente, hasta ahora, ignoradas por el Estado: las de la Guerra Sucia.
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