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Congreso de la unión
Columna
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Nueva legislatura, encuentro imposible

Los números en la campaña presidencial, en los estados y en el Congreso premian no solo una agenda, sino un modo de operar

Andrés Manuel López Obrador
Andrés Manuel López Obrador, durante la conferencia matutina en Palacio Nacional, donde muestra conteo oficial de votación del INE.Andrea Murcia Monsivais (Cuartoscuro)
Salvador Camarena

En los noventa, México vivió intentos de diálogo entre partidos que habían sido antagónicos. No eran los primeros contactos, pero en ese tiempo se volvieron tan urgentes como visibles. Hoy será diferente.

Las victorias opositoras que desde los ochenta fueron más frecuentes en distintos ámbitos, triunfos arrebatados al oficialismo que no pocas veces recurrió al fraude y la violencia para impedirlos o no reconocerlos así fueran inocultables, obligaron al régimen a dialogar.

Porque por dentro ese viejo PRI sabía que la sociedad ya no aceptaría el monopolio de la representación que tanto tiempo impuso desde el gobierno. Acción Nacional y la izquierda conquistaban territorios y esa realidad orilló al sistema a aceptar el diálogo.

Lo que hoy se vive en México representa un camino a la inversa, un momento de instalación de las nuevas reglas de una nueva mayoría; es todo lo contrario a lo que intentaba el PRI hace décadas: entonces el partido gobernante pretendía no perder más poder.

Morena lee los resultados del 2 de junio como la masiva y aplastante ratificación de la ruta que inició, finalmente, en 2018. La clave con que interpretan el veredicto de las urnas es radical. Implica que esa fuerza debe ser puesta al servicio de erradicar al pasado, no de ceder ante él.

El PRI dialogó, también, para hacerse presentable ante el mundo. Las tormentas en las que metieron al país las pésimas decisiones de presidencias de aquel entonces les obligaba a negociar (así fuera lo menos posible) adentro de México si querían ayuda de afuera.

El autoritarismo del régimen, no solo por fraudes en las urnas, sino con la cancelación, a punta de pistola o cárcel, de derechos sindicales, de reunión, de prensa, con la muerte o desaparición de quienes resistían despojos, etcétera, era un estigma que fueron maquillando.

Para pintarse la cara de legitimidad a la hora de negociar tratados o pedir empréstitos fue que el PRI permitió a la oposición sentarse a la mesa. Morena no tiene ese problema de imagen: sus triunfos se dan con las instituciones de la transición y en un mundo poco presentable.

Morena es producto de la transición. Para los de antes, uno indeseado; para los actuales, triunfaron a pesar de que aquellos siempre pretendieron reducirlos a fuerza testimonial del sistema duopólico donde PRI y PAN constituían caras de la misma moneda.

Ahí está el quid del por qué este 1 de septiembre ha de esperarse un Congreso muy distinto a los que se han conocido hasta hoy. Comprender la dinámica política morenista ayudará a entender que la oposición no será relevante ni mucho menos protagonista.

Por la forma en que ganaron Claudia Sheinbaum y las y los suyos fue evidente que lo que seguía era un entierro; y no solo el del PRD, sino el del sistema en que éste nació y al que tanto aportó. No deja de ser paradójico que Morena sea el sepulturero de su excasero.

Los números en la campaña presidencial, en los Estados y en el Congreso premian no solo una agenda sino un modo de operar. El oficialismo recibió el mandato de llevar a cabo el Plan C, y para instalarlo no tiene que dialogar y mucho menos negociar.

De las urnas surgió un Congreso no solo de mayoría obradorista, sino uno que ha de instalar una novedosa hegemonía. No se volverá a las cámaras de tiempos priistas, de imposición disfrazada de debate, y menos al de la administración pluripartidista conjunta y rotativa del legislativo.

Según lo que discuten los legisladores oficialistas con sus ideólogos, el Congreso de mayoría morenista ha de fijar en el Plan C su agenda y ésta es irrenunciable porque se adquirió con el electorado un compromiso; no ejecutar lo prometido será visto como una traición.

Así que surgirá una atmósfera que si bien algunos encontrarán irrespirable, creyendo que el parlamento se trata de diálogo y negociación, otros verán como paso lógico e ineludible, porque creen que lo obligado es corregir herencias de la historia de la que reniegan.

El Congreso que nació en 1997, cuando la derrota del PRI le hizo perder sus mayorías incontestables, es visto como un hito por quienes apostaban a la transición a la democracia así fuera de forma gradual. Mas para los ultras de Morena es una mera (y perniciosa) anécdota.

Esas elecciones, y la derrota del PRI en la presidencia en 2000, hoy son evaluados desde Palacio Nacional como parte del problema, para nada como pasos de solución democrática. De esos descalabros priistas surgió la unión prianista que derivó en el modelo neoliberal.

La corrección de la historia constitucional se profundizará en 2024, creen en el partido de López Obrador. Ni más el autoritarismo presidencial del priismo, ni más acuerdos pluripartidistas tipo transición en donde se repartían cuotas y cuates para coptar órganos del Estado.

Morena se asume, y con más ahínco tras el 2 de junio, como genuina expresión del pueblo que ha de revolucionar todo lo existente hasta hace seis años a fin de corregir lo que nunca atendieron ni los priistas imperiales ni las disfuncionales alternancias prianistas.

Sin saltar de inmediato a la idea de que habrá una nueva Constitución, piénsese antes que nada que las cámaras hoy se gobiernan con esquemas heredados del tiempo en que el PRI tuvo que aceptar un pluripartidismo que Morena no reconoce.

Lo más esperable es que el Congreso sea uno de los primeros espacios donde se redefinan las reglas de gobierno para que éstas no estorben, desde el punto de vista de los partidarios de Andrés Manuel, a la ejecución del Plan C o de cualquier otra iniciativa presidencial.

Si el avasallamiento que se vio en las urnas no se refleja en los espacios y trabajos legislativos será reclamado, dentro del obradorismo, como una indebida desviación, como un titubeo que rompe la alianza fundamental con un pueblo que pide acelerar.

La próxima presidenta ha ofrecido diálogo en la primera gran reforma de las que discutirá el Congreso, esa que cambiará al Poder Judicial. La actual organización del Legislativo, con representación opositora que palidecerá en septiembre, sirve para despresurizar tal debate.

Será un efímero ensayo de una nueva dinámica ejecutivo-legislativo que ocurrirá plenamente a partir del 1 de septiembre, en nada simbólica coincidencia con el último mes en que será presidente de la República AMLO.

Calificar a lo que va a ocurrir estas semanas de montaje impedirá dimensionar el reto por el arribo de estos nuevos tiempos. Las asambleas estatales y los foros nacionales sobre la elección de impartidores de justicia son una movilización para, sobre todo, Morena.

Ese diálogo será el inicio de un nuevo formato de trabajo legislativo, en donde más que las representaciones de la oposición, contarán las voces de lo que Morena santigüe con el nombre de pueblo. El resultado es previsible, y aportará pistas sobre el nuevo Congreso, donde la mayoría dialogará consigo misma.

La legislatura que arranca en septiembre será la de los encuentros plurales imposibles porque la mayoría no reconoce legitimidad a las minorías, así en ocasiones escenifiquen histriónicos debates.

Quien pierda tiempo con nostalgias sobre un Congreso plural tardará más en adaptarse a un parlamento donde la oposición será, cuando mucho, testimonial.

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