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POLÍTICA
Columna
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El día que aprendí que yo era “progre”. Taxe’ek

La polarización de la opinión pública surge en gran medida porque no alternamos nuestros propios lentes

Protestas en la Ciudad de México durante el 2022.
Protestas en la Ciudad de México durante el 2022.Getty Images
Yásnaya Elena A. Gil

No es lo mismo ser progresista que ser “progre”. Durante mis interacciones en distintos espacios en redes sociales comencé a ser descalificada mediante un mote del que desconocía las connotaciones en un inicio; para mi total sorpresa me comenzaron a llamar “progre”. Por el contexto en el que usaban esta palabra pude inferir algunas cosas. La primera de ellas es que no me estaban acusando de ser progresista, sino de ser simplemente “progre”, una diferencia importante, cabe destacar.

Mientras que el progresismo se plantea en oposición al conservadurismo, su acortamiento en “progre” se ha imantado tanto que ha llegado a convocar un montón de implicaciones despectivas. El progresismo lucha contra la desigualdad social y defiende los llamados derechos civiles, en especial los derechos de las personas afrodescendientes y de pueblos indígenas, los derechos de las mujeres, la diversidad sexual y por la protección del medio ambiente, entre otros temas que chocan evidentemente con los planteamientos del conservadurismo; en general, los planteamientos del progresismo, eso sí, suelen estar planteados dentro de un marco ideológico muy liberal y dentro del marco de las democracias estatistas.

Por el contrario, “progre” ha comenzado a ser utilizado como una manera de caricaturizar y atacar a las personas que defienden las ideas arriba mencionadas y aún más, a personas que tienen incluso críticas fuertes hacia el progresismo, como es mi caso. Basta con que hables de los temas que interesan al progresismo, aunque sea desde una postura política muy diferente, para que corras el riesgo de ser etiquetado como “progre” y se cancele toda posibilidad de escucha compleja. La palabra “progre” se ha convertido en un comodín, en una salida fácil para descalificar las ideas de los otros, despacharlas y no intentar entender un poco desde dónde vienen las diferentes voces.

Lo curioso de todo esto es que, con el paso del tiempo, me di cuenta de que “progre” era utilizado para atacarme desde la derecha, pero también desde la izquierda oficialista. Parece ser uno de los puntos que ambos tienen en común. Para la derecha, hablar de pueblos indígenas y de autonomía es solo un “delirio progre” que atenta contra la unidad del país, mientras que para la izquierda oficialista, los temas que llaman “progres” son superficiales y ocultan la verdadera lucha, la madre de las luchas, que es la lucha de clases. En plataformas digitales ha habido incluso quien comenta que los “progres” son unos tibios cobardes que no se atreven a probar corrientes más fuertes como el comunismo.

Más allá de la anécdota, creo que “progre” se comenzó a utilizar para describir a quienes defienden derechos civiles y de la diversidad en un sentido amplio, sin tomar posiciones claramente antineoliberales o anticapitalistas en lo económico, pero se ha extendido peligrosamente para denostar a posturas de izquierda que no sean las oficialistas. Lo que comenzó como una crítica al hecho de que muchas versiones de progresismo consideran compatible la lucha por los derechos civiles con los intereses del mercado, terminó como una herramienta léxica de la izquierda en el poder para descalificar personas o movimientos sociales críticos. Lo que en ciertas ocasiones no deja de sorprenderme es que precisamente acusen de “progres” a personas y luchas que han hecho una lectura crítica del progresismo e incluso de la misma palabra “progreso”. La osadía, pues. El hecho de que esto suceda, demuestra lo rotas que están las posibilidades de diálogo entre la izquierda en el poder y la diversidad de izquierdas y movimientos que no son la derecha.

A lo largo de los años me he ido dando cuenta de que, muchas veces, poca influencia podemos tener sobre la manera en la que somos continuamente clasificados. Los procesos mediante los cuales vamos dándole nombre al mundo, a las personas y a elementos de la realidad van creando unos lentes muy específicos que nos sirven para observar y categorizar la realidad y nuestras ideas sobre ella. Por ejemplo, dices “indio” (porque te equivocaste al pensar que habías llegado al territorio en el que abunda la cúrcuma en lugar de llegar a este continente) y creas una categoría en la que queda atrapada una gran cantidad de pueblos radicalmente distintos entre sí que además no sospechaban ni siquiera que ahora ya son clasificados como indios.

Siglos después, una persona viaja al país vecino del norte y los lentes (marca Cristóbal Colón) que siempre lo habían leído como “indio” en México, dejan de ser funcionales en el nuevo contexto y se activan, en cambio, otros lentes que ahora leen a esta persona como latinx. Es la misma persona, son los lentes los que han cambiado. Lo peligroso de usar siempre los mismos lentes conceptuales y no irlos alternando es que, probablemente, alguno se te quede tan pegado a la pupila que no te permita ver nunca más otras diferencias y diversidades.

Este peligro se vuelve real, sobre todo, en el debate de las posturas políticas. La polarización de la opinión pública surge en gran medida porque no alternamos nuestros propios lentes y dejamos de hilar las ideas de la manera más fina posible mientras vamos clasificando a diestra y siniestra a nuestros adversarios. Es más fácil golpear a los emisarios que sentarse a escuchar y analizar sus mensajes. Es más fácil clasificar a alguien como “progre” y desde esa lente leer sus opiniones que sentarse de verdad a establecer conversación. Y conversaciones urgentes, las tenemos en este país y en este mundo.

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