Bardo y su épica onírica
Había leído algunas de las críticas destructivas que se publicaron después de su estreno en el Festival de Venecia, pero algo en la virulencia con que algunas estaban escritas me hacía desconfiar del lugar desde el cual estaban enunciadas
Vi Amores perros en el desaparecido Cine Viveros hace más de veinte años, cuando se estrenó en México. La sala estaba llena y había algo eléctrico en el aire. Esa vez, como tantas en mis veintes, cometí ese acto de amor que es ir al cine solo. Desde que la película comenzó —nunca antes había sido tan consciente de la cámara en mano, aquel nerviosismo en los encuadres parecía haber sido inventado por esta película— entré en el estupor que nos inunda cuando la alquimia del cine hace lo suyo. La manera de cocinar esas emociones con imágenes y sonidos era algo que establecía un diálogo directo e íntimo conmigo. Euforia, desasosiego, rabia, desamor se agolpaban adentro, en la víscera, al tiempo que la crudeza estilizada de su forma en la pantalla construían el retrato de una realidad que me era conocida. Lo que se desenvolvía frente a mí era la evidencia de que no estaba solo en el mundo, de que otras personas sentían como yo. Nunca he vuelto a ver esa película, pero tengo claro que es en momentos como ese, de transfiguración en la sala oscura, que el cine encuentra su potencia. Pues así estuve yo en aquella sala y así volví a estar cuando veintitantos años después vi Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, del mismo director. En ambas me ocurrió lo que Simone Weil, la venerable pensadora y mística francesa, describió como un éxtasis alto, uno que solo se desencadena cuando algo obtiene nuestra atención total.
Entre una y otra película, entre una y otra proyección, hay una vida o muchas. Una vida mía y claramente toda una vida de quien dio pie a la construcción de esas imágenes, que pasó de ser un director con una ópera prima a situarse en la cumbre de la cinematografía mundial. Entre una y otra estudié cine, produje, escribí y dirigí tres largometrajes y varias series de televisión, vi La ciénaga, Los olvidados, Rodrigo D. No Futuro, Los idiotas, Y tu mamá también; en este franja de tiempo el cine dejó de filmarse en película; con tristeza vi cómo nuestra ciudad, donde ocurren ambas películas, pasó de llamarse Distrito Federal a Ciudad de México; con cierta angustia también observé cómo la televisión monopolizó la narrativa audiovisual, pero también cómo algunos feminismos se convirtieron en la vanguardia de la transformación social y personal; en estos veinte años me di cuenta que había estado equivocado en casi todo, acepté que viviría en crisis sempiterna y en un planeta que ya no aguanta nuestra forma de vida. Basta con notar que lo que antes fue el Cine Viveros es hoy un Office Max.
Bardo es una película que cuenta la épica onírica sobre el malogrado regreso de un héroe (¿antihéroe?) a su tierra natal, en este caso un México-Ítaca hecho de recuerdos, falsas expectativas y espejismos, antes de emprender el último vuelo hacia el misterio abismal de la muerte. Entré a verla con expectativas cruzadas. Había leído algunas de las críticas destructivas que se publicaron después de su estreno en el Festival de Venecia, pero algo en la virulencia con que algunas estaban escritas me hacía desconfiar del lugar desde el cual estaban enunciadas. También mucha gente cercana, querida y admirada había trabajado en ella, lo cual casi nunca determina si una película termina gustándome, pero en este caso saber que filmarla había sido una proeza me hacía guardarle cierto respeto a lo que estaba a punto de ver. El caso es que me acomodé en la butaca con la certeza de que, pasara lo que pasara, la película no me iba a dejar indiferente. La experiencia al verla fue similar en intensidad a la que tuve con Amores perros, pero radicalmente distinta en su cualidad empírica. Aquí no había una mirada joven que quería explorar la fuerza y la violencia de un contexto, sino la compleja reflexión de un hombre maduro que se piensa a sí mismo de manera crítica y desde ahí intenta encontrar su lugar en un contexto igual o más violento —pero también vivo y carnavalesco—, además de su conexión con las heridas y traumas de la historia en un territorio fracturado.
¿Qué significa ser celebrado y odiado en tu propio país y ver aquello con cierta distancia? ¿Qué se siente poder ir y volver a Estados Unidos cuando tantos otros mueren al cruzar esa herida llamada frontera? ¿Cómo vemos los que vivimos aquí a los que viven allá? ¿Cómo se juzga el privilegio desde el privilegio? ¿Cómo se ve el privilegio desde la carencia y viceversa? ¿Qué pasa cuando intentamos regresar a nuestras casas pero nuestras casas ya no existen? ¿Qué ocurre cuando nos damos cuenta que irremediablemente ya no somos los mismos? ¿Qué le hace la muerte a todo ello? La relación entre México y los mexicanos en Estados Unidos, ya sean migrantes indocumentados, autoexiliados, o cerebros en fuga, es desesperantemente compleja, llena de emociones, prejuicios y es en ese lodazal en el que Bardo hierve. “Las cicatrices del exilio persisten, incluso en aquellos que sí regresan”, escribe Claudio Lomnitz en la introducción a su maravilloso El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, que al tiempo que es una biografía intelectual de un movimiento es también la descripción de un exilio revolucionario del que se habla poco en México, y con el que el propio autor —que ha pasado la mayor parte de su vida profesional en Estados Unidos— se refleja. Lomnitz describe cómo la historia de la frontera es en realidad la de ambos territorios, muestra cómo la historia de Estados Unidos y la de México está más entretejida de lo que solemos aceptar, que es imposible entender una sin la otra. Ahí está el ejemplo de aquellos magonistas que al entrar en contacto con un grupo de periodistas e intelectuales estadounidenses construyeron un enclave fundamental para el curso inicial de la Revolución Mexicana. De hecho, muestra Lomnitz, una parte importante de la ideología de la Revolución se hizo desde el exilio estadounidense: ahí están José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Juan Sarabia y Santiago de la Vega. En otras palabras, es allá del otro lado de la frontera donde a veces se ha escrito y se escribe, de manera silenciosa, la historia del Estado mexicano. Porque esta película, que más que autoficción para mí es un ensayo personal, es también una pieza sobre el exilio y se inserta en esa tradición compleja que ha intentado definir nuestra identidad y penetrar la verdadera esencia de lo mexicano o lo latinoamericano. Edmundo O´Gorman, el historiador, puso de manifiesto la idea de que América —o Latinoamérica o México— no fue descubierta, sino inventada. Inventada a raíz de algunos momentos y movimientos históricos cruciales, a partir del encumbramiento de ciertas figuras, la aparición de ciertas obras artísticas. En definitiva, pues, afirmaba que no se trata de algo fijo, sino de una idea en constante invención, que vive entre lo que no se es y lo que se quiere ser. Y eso mismo pensaba en torno al concepto de “identidad” que, en rigor, quiere decir —insistía el propio O´Gorman—: A es igual a A. La identidad es un término lógico, matemático, que nombra el hecho de que un elemento es igual a otro. Aplicado a la esfera de un Estado o un país o una tribu, identidad quiere nombrar a ese conjunto de referencias y valores que le dan cohesión a un determinado grupo de personas. Es por eso mismo que siempre resulta problemático hablar de ella si no se hace desde una postura crítica, una que nos permita pensarla —a nivel histórico y cultural— como un conjunto de intensidades que a veces confluyen y otras se bifurcan, que a menudo se oponen, y que nunca se parecen a eso que suena en los himnos nacionales o nos dictan los libros de texto. Y eso mismo, me parece, logra hacer Bardo. Se inserta en esa tradición, pero lo hace con ironía y autocrítica feroz. Silverio, el personaje central, nos conduce en su viaje para evidenciar que lo que hay son despojos, contradicciones, colonización ad infinitum, vanos intentos por diferenciarnos, intuiciones de justicia, melancolía de axolotl.
Bardo comienza con el vuelo de hombre que respira con vértigo mientras asciende sobre el desierto casi infinito, luego baja para tomar fuerza y vuelve a elevarse otra vez. Yo a menudo sueño que vuelo y con la primera secuencia de Bardo tuve para penetrar de lleno en el viaje sensorial, reflexivo y místico de un cuerpo que siente la historia y la política, que entrecruza con alucinante soltura el espectro personal con el social, que constantemente huye de la narrativa ortodoxa, del dictum monopolizante de contar historias, para honrar el primitivo ritual de construir con imágenes la experiencia del mundo, invocando el espíritu de las pinturas humanas del Neolítico y que Werner Herzog definió como protocine en The Cave of Forgotten Dreams. Finalmente, se trata de resquebrajar todo para recuperarlo con imágenes y sonidos que constituyen pequeños actos de magia, rebeldía, carnaval, esperanza mística, y esa fibra que nos une llamada amor.
Kyzza Terrazas es cineasta y escritor. Ha escrito y dirigido El lenguaje de los machetes, Somos lengua, y Bayoneta, así como escrito y producido las series Aquí en la tierra y Todo va a estar bien.
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