“He perdido a varios compañeros ahí abajo”: la odisea de ser ciego y trabajar en el metro de Ciudad de México
Ante la ausencia de trabajos formales adaptados, las personas invidentes se ven abocadas a empleos informales dando masajes en la calle, cantando o pidiendo en el metro
Son las 11 de la mañana de un martes de finales de octubre y Francisco Camacho (50 años), Elías Zúñiga (53 años) y su mujer, María de la Luz (50 años), llevan tres horas “chambeando” (trabajando) en los vagones del metro de Ciudad de México. Su oficio no consiste en revisar billetes, guardar el orden o recargar el abono de los viajeros, porque son ciegos y ninguna de esas tareas está adaptada para ellos. Así que trabajan cantando de vagón en vagón. “Nunca se habló de inclusión, pero nos desplazamos bien por el metro. Es más peligrosa la calle”, dice Francisco. Aunque cantar en el metro tampoco es la panacea. La policía siempre vigilante, la ausencia de marcas en el suelo que indiquen el final del andén y la rapidez con la que se cierran las puertas, son factores que les provocan caídas y, en los peores casos, la muerte. “He perdido a varios compañeros que se han caído a las vías”, asegura Francisco.
La Sociedad Mexicana de Oftalmología calcula que en México hay 415.800 ciegos y el Instituto Nacional de Estadística (Inegi), que no recoge ese dato, cifra en casi 2,7 millones las personas que tienen una “discapacidad visual imposible de solucionar usando lentes”. No hay datos sobre la proporción de ellos que trabajan en la economía formal, pero el Inegi sí registró en 2020 que solo el 38% de las personas con alguna discapacidad están empleadas (2,4 millones de un total de 7,2 millones). Entre la población sin discapacidades, esa proporción alcanza el 67%, casi el doble.
Así que todas las mañanas, porque no les queda otra, miles de ciegos se lanzan a las calles de Ciudad de México a pedir, cantar, dar masajes o vender pequeños productos en los puestos callejeros. En los vagones de la línea tres con dirección a Indios Verdes, Francisco pone la voz, Elías carga con el enorme altavoz que reproduce la música de fondo, y María lleva el vaso de plástico en el que recogen las pocas monedas que les dejan los pasajeros. Cuando el metro se para, salen rápido del vagón y van a por el siguiente, antes de que les vea la policía. Esta vez no tienen tanta suerte y tres agentes vienen hacia ellos justo cuando hacen el cambio. Los policías les increpan algo desde la distancia. Ellos reconocen su voz, apagan la música y se quedan muy quietos, escuchando, porque no hay un solo día que no les echen al menos una vez. “Y cuando nos sacan del metro tenemos que dar la vuelta a la estación y volver a entrar por el otro lado, y eso es menos dinero que llevamos a nuestras familias”, dice Elías.
Así que ya están dentro del vagón, quietos y callados, pero las puertas no se cierran y los tres policías pasan justo delante. El más gracioso da unos pisotones en el suelo y hace como si se acercara a por ellos, causando la risa de sus dos compañeros y la confusión de los tres ciegos. Las puertas se cierran y el metro se pone en marcha. Francisco no se atreve a mover ni un dedo y, agarrado a la mochila que lleva colgada delante, en voz baja, pregunta: “¿Han entrado?”. A su lado, una pasajera le dice que no, que se han quedado fuera. Los tres respiran aliviados. Elías enciende el altavoz, se ponen de nuevo en fila a uno y Francisco empieza a cantar.
A las dos de la tarde terminan de trabajar y se van a comer al mismo sitio al que van desde hace 15 años, un pequeño puesto de hamburguesas del Parque Tolsa, junto a la parada de metro de Balderas. Allí, sentados sobre unos taburetes de plástico, hablan distendidamente sobre las penurias, los accidentes y los muertos que han ido dejando atrás después de más de 20 años trabajando en el subsuelo. “Nos hemos aferrado al metro por la necesidad de que no tenemos otra fuente de empleo. Pero sí, hay muchas historias que contar de compañeros que se han muerto”, dice Francisco. Y cuenta, y habla de un compañero que iba un vagón por delante de él hace unos años, calculó mal la distancia entre la última puerta del vagón en el que estaba y la primera del siguiente, y se cayó a las vías. “Le calculó mal y se metió en medio de los vagones”, dice. El conductor cerró las puertas y antes de que nadie pudiera dar aviso, arrancó y pasó a su compañero por encima. “Y así otros también”, dice Francisco muy tranquilo, “no puede uno distraerse”.
Alejandro Cruz, director de la Asociación Nacional de Invidentes con Oficios y Artes Múltiples, asegura que de momento este año conoce el caso de tres ciegos muertos trabajando en el metro. Asegura que encontrar datos oficiales al respecto es casi imposible “porque el metro lo oculta”. “No lo dicen, cuando hay algún accidente y queremos los videos para ver qué ha pasado, no los dan”, asegura Cruz, que ha sufrido en sus propias carnes el riesgo de trabajar ahí abajo. “Mi mujer y yo, que también es ciega, nos hemos caído al metro al menos dos veces”, cuenta. En una de esas no pudo soltar el bastón de metal antes de caer al suelo, y tocó con él los cables de alta tensión. “Me electrocuté y me quemé las piernas, el cabello, la cara, tanto que quedé irreconocible. Cuando vinieron a verme al hospital, mis familiares me decían que casi no me reconocían”, relata Cruz en una llamada telefónica.
—¿Ha cambiado algo después de todos estos accidentes?
—Al contrario. Las autoridades del metro, lejos de ayudarnos, no están poniendo las cosas cada vez más difíciles.
Los policías de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, que prefieren no dar su nombre, alegan que en teoría ellos no pueden estar ahí trabajando. “Hay clientes que se quejan del ruido”, dice uno. “Pero no no, nosotros les respetamos, subimos el volumen de nuestra radio y ellos lo reconocen y quitan su música”, dice otra. “Además, hacen lo que quieren, les echamos, pero se meten por otra entrada porque para ellos el ticket es gratis”, dice el tercero. Las autoridades del metro no han respondido a los repetidos intentos de contactarles.
“Es el pan de todos los días”, dice Francisco varias veces, “pero pues no queda otra”. Gracias a ese trabajo ha conseguido criar a su hija de 20 años. Elías tiene dos hijos, de 20 y 19 años, y también ha conseguido sacarlos adelante gracias al dinero que consigue en el metro. “Y la mayoría de la gente no ayuda”, se queja con la hamburguesa entre las manos, “como la humanidad anda a las carreras, perdemos la empatía y la cultura de facilitarle las cosas a la gente con discapacidad. Y así nos va”.
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