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En los mundos de Tacho, el cabrero que se hizo actor y lo vieron en el festival de Venecia

EL PAÍS visita a Eustacio Ascacio, el minero de las montañas mexicanas de Coahuila que cuida cabras en su rancho y ha protagonizado una película que se proyectó en la Mostra

Eustacio Ascacio con su rebaño de cabras
Eustacio Ascacio con su rebaño de cabras.Quetzalli Nicte Ha
Carmen Morán Breña

La cabra está tumbada en la tierra con la panza hinchada, moribunda. Una pata se estira con espasmos y a intervalos suelta al aire bramidos de dolor como quejidos humanos. Esta cabra está agonizando Tacho, mejor sería matarla. El cabrero se acerca al animal, le tienta bajo la piel negra en busca del corazón y clava la navaja. En menos de 30 segundos se acaba el sufrimiento y los perros se dan un banquete de sangre caliente a lametazos.

Este es el mundo de Tacho, Eustacio Ascacio Velázquez, en las montañas mexicanas de Coahuila, a 80 kilómetros de Estados Unidos. Si el día está claro se atisban en el horizonte las sierras de Texas. Por esos rumbos se desliza el puma oliendo la majada y baja el oso cada noche a destripar los bidones de basura, se mete en las casas, destapa los tinacos y se alza sobre las patas en busca de agua. Tan campante y tan rampante. Si agarra un cabrito, bien; si destaza diez, mejor para él y peor para Tacho.

En video, Eustacio Ascacio habla sobre su experiencia al rodar ´Zapatos rojos´

De abajo arriba, botas de caña alta, pantalón de mezclilla y cinturón charro; camisa, la que toque, chamarra vaquera y la cabeza siempre debajo del sombrero de ala ancha, como salido de un wéstern. Las pocas veces que se descubre, para comer, por ejemplo, la frente y el pelo aparecen blancos como desperezándose, aún con las marcas del sueño. Salvo eso, la piel que queda a la vista está negra de 73 años bajo el sol del desierto. Tacho es alto y le falta la mano izquierda, que perdió en una explosión a quién sabe cuántos metros bajo tierra. Un día salió en un vídeo reclamando a la explotación minera sus derechos como ejidatario y el director de cine Carlos Eichelman Kaiser lo vio. Hoy, Tacho es actor.

Zapatos rojos. Así se titula la película, que compitió en la sección Horizontes de la Mostra de Venecia, donde el cabrero es protagonista. Interpreta a un hombre como él, recio de campo y mina, que tiene que emprender un viaje hasta la capital mexicana para recuperar el cadáver de su hija. En su cabeza se maceran pecados de antaño que tienen que ver con la violencia patriarcal. La cinta es una suerte de road movie del desierto a la capital, de la vida a la muerte, que se estrenará el año que viene. Tacho aún no la ha visto, porque el director quiere que la primera vez sea en pantalla grande y eso ocurrirá, si nada se tuerce, en el Festival de Cine de Morelia (Michoacán) el 25 de octubre a las seis de la tarde. ¿Cómo se va a engalanar el artista para la alfombra roja? “Mira, yo aquí tengo mi ropa de campo, verdad, tengo una camisa roja, tengo otra, mis pantalones son de color negro y mis botas; y mi sombrero, si es que quiero llevar el negro o el blanco que traigo todo el tiempo, verdad; y el cinturón que llevo puesto, que trae muchas piedritas. Esto es lo que me pongo en el campo, pa’ que vean, este viejo sí es ranchero”, explica con sorna. Cuesta entenderle con ese acento tumbado del mexicano norteño y porque no tiene dientes, pero no se nota bajo el bigotón cornigacho.

Eustacio Ascacio y su esposa, Cipriana Cárdenas, conversan con el director de cine Carlos Eichelman Kaiser.
Eustacio Ascacio y su esposa, Cipriana Cárdenas, conversan con el director de cine Carlos Eichelman Kaiser. Quetzalli Nicte Ha

Tacho no sabe leer apenas, mucho menos interpretar un texto dramático, de modo que para ensayar el papel contaba con una asistente de lujo, su esposa, Cipriana Cárdenas. El negocio era más o menos así: Cipriana trasladaba las instrucciones del director: ‘Tacho, tú tienes que acercarte al actor y pedirle que te preste dinero para viajar a la ciudad, porque tienes que traer a tu hija, que ha muerto, para enterrarla. Le tienes que decir: ‘necesito plata, compadre, ¿no me dejaría usted algo para el viaje?”.

Mientras pastoreaba al ganado entre palmas de San Pedro y chaparros prietos, Tacho rumiaba las frases que luego repetiría delante de la cámara, ya en San Luis Potosí o en Ciudad de México, donde se rodó la película, bajo las órdenes de Eichelman Kaiser, a quien hoy reciben en el rancho como a uno más de la familia. Así se siente también el cineasta, que ha logrado llevar su ópera prima hasta Venecia. Tacho y Cipriana no pudieron estar en la Mostra por una huelga de aviones. Cipriana, de 65 años, agradece a la Lufthansa que la dejara en México, viajar por el aire no le hace gracia.

Los actores naturales, como llaman a quienes no lo son de profesión, son frecuentes. Sea la falta de presupuesto o la autenticidad que estas personas aportan al papel, la cosa es que, cada tanto, alguno despunta. Famoso fue en México el desempeño de Yalitza Aparicio, que hizo de criada en la premiada película Roma, de Alfonso Cuarón. Aquel personaje, Cleo, lanzó al estrellato a una joven que acababa sus estudios de maestra y no tenía trabajo. Se apuntó al casting.

Tacho, en su casa de Coahuila.
Tacho, en su casa de Coahuila. Quetzalli Nicte Ha

Para sacar a Tacho de su rancho y salir a rodar, la producción hubo de pagar a los tres pastores que cuidan el rebaño de 300 cabras, y al gallardo actor a razón de unos 12.000 pesos semanales (unos 610 euros). El minero, ya jubilado, cobra de pensión mucho menos, y por un cabrito le pagan cerca de 1.000 pesos. “Yo me crie con mi tío, porque éramos muchos de familia, le ayudaba y él me daba cinco pesos para que fuera al cine el fin de semana”. Habla de Salaverna, en el Estado de Zacatecas, donde nació. Mismo paisaje de montañas áridas por fuera y repletas de plata por dentro. Allí se hizo minero, como su padre. “Pero eso no tiene dinero, siete pesos nos daban por ocho horas de trabajo, yo tenía 17 años. A los 18 ya me fui a la mina grande, 1.400 metros abajo, me gustó mucho”.

Buscando mejores condiciones marchó toda la familia a La Encantada, en Coahuila, pero la mina en México no trae más que sinsabores. “La empresa minera se apropió de 2.000 hectáreas del ejido, ensancharon el camino y todavía estamos en juicio porque no nos dieron la renta por todo eso”, dice Mario Valdez, un compañero de Tacho, ingeniero agrónomo de Saltillo, ejidatario también. Dos procesos judiciales, uno de 11 años y otro de cerca de 20 mantienen las heridas abiertas porque aún no hay sentencia. La lucha sigue, pero mientras, los ejidatarios tienen que pasar la humillación de verse detenidos en su camino a casa hasta que los dueños de la mina canadiense revisan los vehículos y levantan la pluma metálica para abrir el paso, si lo tienen a bien.

A black bear walks around a house in Coahuila, northern Mexico
Un oso negro mexicano camina por las calles del ejido Tenochtitlan en el Estado de Coahuila. Quetzalli Nicte Ha

Cientos de mariposas dejan pinceladas amarillas contra el parabrisas del coche en la ruta al rancho. Kilómetros de terracería por donde se cruza de tanto en tanto el correcaminos del coyote, o el coyote mismo. A veces atraviesa a toda prisa el serpenteo de una cascabel, tan temidas como apreciadas en esas tierras porque le atribuyen propiedades sanadoras. “¿Pero esas serpientes están en peligro, verdad?”. “Sí, en peligro estamos todos”, responde Cipriana y rompe al momento un coro de carcajadas por el doble o triple sentido de su apreciación. El riesgo de morir por una picadura es cierto y que los cabreros están en peligro de extinción, también. Pocos quieren ya vivir las penurias del rancho, donde no llega el agua corriente ni la luz. Cipriana se desespera moviendo el celular como si espantara moscas a ver si atrae la señal de internet de la mina, prácticamente el único gesto que recuerda que ya corre el siglo XXI.

Juan José, de 31 años, es uno de los cabreros que acompañan al matrimonio en sus tareas. Ha despiezado otra cabra que murió ayer para que los perros se la repartan sin enseñarse los dientes. La mula está a la puerta con la montura puesta y la soga enrollada. Juan José y Tacho ven caer la tarde con un cigarrillo en la mano, mirando cómo la niebla va cubriendo las montañas. “¿Son nubes de frío, verdad don Tacho?”. Lo son. Por la noche el viento aullará con rabia sobre las cuatro paredes de bloques de hormigón que levantó el minero al lado de la majada. “Esta cocina fue el primer cuartito que hicimos”. Al lado se abre otro donde duerme el cabrero y en otra habitación con chimenea pasa la noche el matrimonio. Todo está lleno de cachivaches y las moscas no dan tregua a los gatos, ni a nadie. Tacho y Cipriana podrían dormir en el poblado minero, un kilómetro más allá, donde la empresa les prestó una casa en su día. Allí hay televisión y bañera, un sofá y refrigerador, pero no se escucha al puma si le da por visitar al ganado en los corrales a cielo abierto. En esas tierras, el ser humano se mide con las fieras con la escopeta cargada. Y con las botas puestas toda la noche si hace falta.

Una cabra camina por los terrenos de Tacho.
Una cabra camina por los terrenos de Tacho. Quetzalli Nicte Ha

Matar pumas está prohibido. Tampoco se puede disparar contra los osos que se pasean por el pueblo cada noche, por eso en la mina han contratado a dos muchachos que los espantan con una trompetilla para alejarlos de las casas. Es un oficio peligroso, quizá, pero divertido. Parecen amorosos, pero ojo con una caricia de esas.

Tacho es de esa estirpe de hombres atrapada bajo la ancestral apisonadora del machismo: no hay miedo, no hay dolor, solo trabajo, aquí nadie se raja. Héroes en un mundo que ya no valora a Supermán. Hay que verle relatar, con el cigarro y la lata de cerveza, el día que perdió la mano al apoyarla sobre algo que explotó en la mina. “Le aventé la luz, puros nervios colgando, agarré la camiseta con los dientes y me hice un torniquete. El compañero me dijo: ‘¿qué pasó?’. ‘Me lastimé'. Se desmayó al ver la mano colgando. Lo levanté y lo llevé donde los otros. ‘Qué pasó', me preguntaron: ‘mi compañero se desmayó'. No se fijaron en que yo no usaba mano, la tenía doblada con la manga”. Y después, ante el médico: “¿Qué trae?’. ‘Un magulloncillo’, le dije. ‘Hay que operar’. ‘Bueno, haga lo que tenga que hacer’. No había herramientas, ‘mándalo al pueblo’. Era un 13 de mayo lleno de niebla, no podía levantar el avión, salimos en camioneta […] Me desperté con el brazo colgando de un gancho. ‘Pícale al timbre, Secundino, tengo mucha hambre. Oiga médico, no necesito sangre, necesito comer’. Yo soy muy bueno para comer, gorditas, taquitos, todo se acaba. Estuve nueve días en la clínica y salí libre”.

Tenía entonces “veintitantos años” y tres hijos. Siguió trabajando en la mina haciendo lo mismo que antes. Le dieron una indemnización de la época.

Tacho mira el paisaje montañoso al norte de Coahuila.
Tacho mira el paisaje montañoso al norte de Coahuila. Quetzalli Nicte Ha

A Juan José, el pastor, le entretienen las anécdotas, sobre todo las paranormales, que si un muerto se aparece aquí, que si una mano negra sale por allá. Con eso y el celular se va la noche, si agarra señal. Hasta que amanece y monta la mula y se echa al monte. Esa era la vida de Tacho antes de salir a la aventura del cine: paisaje de peñascales irisados, farallones labrados por el viento y horizontes sin final por donde solo viajaba la vista. Y así es la de su pastor. Sentado en la puerta preguntará a las visitas: “¿México está muy lejos?”.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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